Felisberto Hernández
(20 de octubre de 1902 – 13 de enero de 1964)
UN ESCRITOR QUE NO SE PARECÍA A NADIE
Centro Virtual Cervantes
Felisberto Hernández «fue uno de los más importantes escritores de su país», escribe Juan Carlos Onetti en un artículo que, leído en su fecha, resultó muy revelador. Cosa curiosa, al elogio se añadía una constatación, esta vez relativa al general desconocimiento que del escritor uruguayo mostraban los lectores españoles del momento. Subrayando esta omisión, Onetti exponía una insólita certeza —aún más intranquilizadora—, y es que la ausencia de Hernández en el imaginario libresco de los españoles «no debe preocupar, cuanto la ignorancia de su obra es también comprobable en el Uruguay. Hace poco tiempo la editorial montevideana Arca inició la publicación de sus escritos completos. Tal vez esto mejore las cosas, aunque Felisberto nunca fue ni será un escritor de mayorías. Desgraciadamente murió demasiado temprano para integrar ese fenómeno llamado boom y que todavía no logro explicarme de manera convincente» (1).
Afanados en colmar ese vacío y con la esperanza de corregirlo, los admiradores de Felisberto infunden sospechas al lector reticente, y van tentando su gusto con todos esos recursos que son tan propios de la seducción literaria. De igual forma, las etiquetas de lo imprevisible, del capricho y del fantástico rioplatense aún reciben el saludo de sus editores, quienes las conceptúan como eficaces titulares de contraportada, capaces de publicitar con poderío la obra completa del uruguayo, muy menuda en extensión pero acreedora de una espiral de creciente entusiasmo. Desde un margen paralelo, estudiosos y eruditos, menos empañados por el velo de lo novedoso, han ido acumulando desde hace décadas una bibliografía que sanciona definitivamente el genio de nuestro escritor.
Como es obvio, la identidad de un literato se caracteriza por la fluidez de sus rasgos, modificados por cada lector cuando éste participa en esa comunión que es la lectura. Al igual que sucede entre familiares consanguíneos, también entre los escritores hay herencias, deudas y semejanzas. Todo ello produce muy curiosas organizaciones en las bibliotecas, quizá porque sus propietarios gustan de reconocer ese aire de familia, para luego identificarlo con su personalidad y, de ese modo, hilvanar una trama de preferencias que acaba identificando su propio carácter. Pues bien, pese a la improbable verificación científica de lo antedicho, cabe repasar el viejo álbum para confirmar paralelismos y gestos comunes.
Para nuestra fortuna, no lejos de ese tanteo se encuentra Julio Cortázar, quien interpela a Felisberto para señalar la rica relación que el argentino adivina entre éste y otros hombres de letras. «Y hablando de faltas —le dice Cortázar—, si por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no encontraras nunca a Macedonio [Fernández] y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa. Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de la realidad con esas jabalinas de poesía que descosifican las cosas para hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser siniestros mediadores» (2).
Sumándose a la multiplicidad de miradas, otro escritor afín, Italo Calvino, estudia los planos imbricados en esa realidad que construye Felisberto. En esta ocasión, el lector Calvino destaca las asociaciones de ideas como juego predilecto de los personajes de Hernández, y también las apunta como pasión descollante en el músico y escritor. En todo caso, tales asociaciones justifican una perspectiva cadenciosa, y el narrador italiano no duda en catalogarlas como procedimiento útil para enlazar los motivos del relato. Adaptando todo ello al fraseo musical, habla Calvino de zarabandas mentales, cuya partitura respondería a las convenciones del narrador uruguayo. Convenciones que, por cierto, son descritas del siguiente modo en palabras del analista:
«Los puntos de referencia en su larga búsqueda de medios de expresión debieron ser un surrealismo muy suyo, un proustianismo, un psicoanálisis muy suyo. (Y además, como todo hombre de letras del Río de la Plata, también Felisberto había tenido una corta permanencia en París). Esa forma que tiene de darle cabida a una representación dentro de la representación, de establecer dentro del relato extraños juegos cuyas reglas establece en cada oportunidad, es la solución que ha encontrado para darle una estructura narrativa clásica al automatismo casi onírico de su imaginación». (3)
Se sostiene con frecuencia que al universo hernandiano lo cruzan dimensiones de percepción inesperada. Esto también significa que, al constituir el linaje de sus criaturas, el escritor idea una fascinante ontología de los seres y de los objetos, tan singular que incluso cabe proponer la extrañeza y la memoria, el equívoco y la paradoja como aristas de su dominio cognitivo. De alguna manera, la sugestión literaria de ese conjunto, bien atractiva, revela ciertos desenfoques cuando llega el primer plano. Pongamos un ejemplo para marcar distancias: al decir de Milton Fornaro, «la totalidad de los escritos de Felisberto Hernández caben con comodidad en setecientas páginas. El escritor jamás posó de tal. Su espectro idiomático es estrecho y se despreocupa de las reglas del bien escribir». En rigor, esta noción de su prosa tiene que ver con su autodidactismo. Con todo, dicho en palabras de Fornaro, «si cada una de estas fallas inhabilitan para la introducción de un escritor y su obra en el mercado abastecido por la industria cultural [...], la reunión de todas ellas en una misma persona-obra puede resultar fatal. Si a esto se agrega la excepcionalidad de una obra que se aleja de los trillados caminos por los cuales marcha toda una literatura, ya el caso no tiene salvación aparente» (4).
En cualquier caso, no ha de entenderse que un autor tan desconcertante y excepcional haya sido unánimemente elogiado. El último pasaje del artículo de Fornaro incluye una elocuente cita de Emir Rodríguez Monegal, donde éste no considera que, en cuanto a eminencia, haya que clasificar a Felisberto juntamente con los grandes literatos. Frente a los panegiristas, Rodríguez Monegal vuelve al punto de vista más crítico:
«Para ser el gran autor que sus amigos proclaman le falta a Hernández estatura y profundidad. Sus hallazgos son de detalle. Cada cuento se basa en una intuición que daría para un aforismo, para el resumen de un apunte, de esos que los poetas hacen en altas horas de la mañana. De allí no pasa Hernández. [...]. Hallazgos sueltos no hacen un narrador, intuiciones aisladas no hacen un mundo» (5).
Por lo regular, se da por sentado que los escritos del autor uruguayo pueden ordenarse de acuerdo a su cronología personal. Sin lugar a dudas, los hechos de su biografía forman parte de ese mundo ficticio, si bien tamizado por la dialéctica de los afectos que suele imponer la memoria. Aludiendo a esta identidad en juego, dice Enriqueta Morillas que «en ese estar mal situado opera uno de sus recursos más llamativos: Felisberto imbrica selectivamente hilos de su propia biografía en sus relatos. Es el pianista itinerante, o el escritor que lee su creación a un auditorio, o bien quien recibe una narración que luego habrá de contar el protagonista reconocible de sus historias» (6). Por todo ello, es muy comprensible que la obra Hernández, justamente por indagar en los mecanismos del recuerdo, adquiera su pleno sentido cuando se reinterpreta a la luz de ciertos datos de su vida. Y aunque con ello no se discute la soberanía de sus creaciones, puede que interrogar esos impulsos resuelva algunos problemas en nuestro análisis.
Como primera referencia sentimental, vaya el caso de sus padres, Prudencio Hernández, constructor de raigambre española, y Juana Hortensia Silva, conocida por el sobrenombre de Calita. Curiosamente, los afectos que se urden en torno suyo describen un tercer ángulo gracias a la tía de Juana, doña Deolinda Arecha de Martínez, quien será un temible foco de autoridad para Felisberto. De hecho, esta mujer aparece dibujada con un perfil dickensiano desde el nacimiento del músico y escritor, fechado en Montevideo, el 20 de octubre de 1902.
Al repasarlos en este contexto, los primeros episodios de su biografía se resienten de un difícil proceso de socialización, explicado en las anécdotas que protagoniza a partir de 1907, cuando el colegial Felisberto se identifica, no sin esfuerzo, con la norma infantil montevideana. A todo esto, los propósitos que alimentan su melomanía son fácilmente explicables. Ya en 1908 conoce a Bernardo de los Campos, un pianista ciego de Las Piedras cuya inspiración se añade a otro sonido evocador: el de la mandolina que toca con placer don Prudencio Hernández. Dos años después, afirmar esa vocación será la finalidad de la profesora francesa Celina Moulié, cuyo esbozo literario admiramos en El caballo perdido. Tan fértil enseñanza, complementada por el profesor Dentone, logra que el pequeño ejecute en público varias piezas al piano con tan sólo diez años de edad.
No es exagerado afirmar que otra vocación de Felisberto, la literaria, es también cosa de este periodo. Al decir de los biógrafos, para ello es fundamental su presencia como alumno en la Escuela Artigas de Enseñanza Primaria, el centro donde conoce al profesor José Pedro Bellán. Y es que, muy probablemente, sea este personaje quien le infunde respeto por el oficio literario. Por lo demás, una lealtad como ésta sólo permite conjeturas y definiciones preliminares. Con todo, también es legítimo hablar del anecdotario que el futuro narrador recopila por estas fechas, ignorando que más adelante compondrá la materia de sus escritos. Quizá el capítulo más celebrado en ese proceso sea su ingreso en una asociación juvenil de boy-scouts, las Vanguardias de la Patria, junto a quienes recorre su tierra natal y también los países vecinos. Tiempo después, al rememorar creativamente estas excursiones, Felisberto idea las páginas más felices de su Tierras de la memoria. Para no demorarnos en la explicación, viene al caso recordar que, al fin y al cabo, toda literatura es autobiográfica.
En el año 1915 hallamos una circunstancia primordial en la biografía del escritor: entra por vez primera en su círculo Clemente Colling, organista de la Iglesia de los Vascos en Montevideo, y en lo literario, personaje central de En los tiempos de Clemente Colling. Gracias a él, Felisberto Hernández mejora sus conocimientos de composición y armonía, puestos en práctica en los oficios a que le empuja la necesidad; primero como pianista en salas cinematográficas, y luego en el improvisado conservatorio que organiza en su domicilio. Tampoco aquí faltan memorables episodios. De hecho, esta última actividad le sirve como medio de indagación romántica, pues durante una clase de piano viene a verle su novia, María Isabel Guerra, con quien se casará en 1925.
Desde 1920, las lecciones de piano de Clemente Colling suministran al alumno destreza y criterio estético. Al margen de sus virtudes musicales, no es dudoso que para Felisberto fuera Colling más estimulante que cualquier otra amistad. Rico en detalles, el personaje ha sido comentado así por Raúl Blengio Brito: «Clemente Colling era un personaje singular, ciego, bohemio, y sobre todo músico, que había dado algún concierto en el Instituto Verdi y que se desempeñaba como organista en la Iglesia de los Vascos. Vivía en una pieza de lo que era en realidad un viejo conventillo de la calle Gaboto, cerca del río. Casi sin dinero, escribía en braille algunas notas para revistas y periódicos franceses y daba clases a los que toleraban su afición por la bebida y su falta de higiene personal». Asimismo, observa Blengio que «la relación de Hernández con Colling es mucho más que una relación docente» (7).
En 1922 Felisberto Hernández se entrega a una gira de recitales pianísticos. Por la misma época, el joven concertista conoce el entorno de Carlos Vaz Ferreira, un filósofo que será decisivo en la evolución intelectual del joven creador. Cierto es que ni los recitales ni el pensamiento le procuran suficiente renombre, pero se identifica sin esfuerzo con esa doble inclinación. En palabras de Washington Lockhart, de esas experiencias musicales que vive entre 1925 y 1942 «proviene su tendencia creativa de correlacionar intuiciones con aspectos y comportamientos mundanos en apariencia independientes [...]. Esa dúplice experiencia musical y vital predeterminó su necesidad de escribir» (8). Una necesidad de escribir que plasma, por vez primera, en 1925, cuando publica su libro Fulano de tal, en una edición costeada por su amigo José Rodríguez Riet.
En otro orden, su ciclo memorialista es inseparable de las circunstancias que lo ciñeron durante aquellos años en que actuó como músico de la legua. Inútil agregar el anecdotario en sus mínimos accidentes. Sirva como ejemplo el relato Mi primer concierto, donde comenta su debut en el café–concierto de Mercedes, en 1926. Ajustándose a las cualidades del lance, en su recreación se perciben, a partes iguales, la vigilia y el patetismo. «El día de mi primer concierto —escribe— tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo. Me había levantado a las seis de la mañana. Esto era contrario a mi costumbre, ya que de noche no sólo tocaba en un café sino que tardaba en dormirme. Y algunas noches al llegar a mi pieza y encontrarme con un pequeño piano negro que parecía un sarcófago, no podía acostarme y entonces salía a caminar. Así me había ocurrido la noche antes del concierto. Sin embargo, al otro día me encerré desde muy temprano en un teatro vacío. Era más bien pequeño y la baranda de la tertulia estaba hecha de columnas de latón pintadas de blanco. Allí sería el concierto» (9). Lo anterior da una idea del zigzagueo de aquellos años. Cuando en 1926 nace su primera hija, Mabel Hernández Guerra, Felisberto tiene tantas ocupaciones que no podrá conocerla hasta cuatro meses después. Ese trajín, sumado a otras claves de orden íntimo, explica su paulatino distanciamiento de María Isabel Guerra.
Con alguna razón, acaso por la intrincada personalidad de Felisberto, esa crisis matrimonial fija una falsilla que irá repitiéndose en las sucesivas parejas que ensaye a lo largo de su vida. En último término, las glorias de este tiempo también son escasas. En 1927 estrena en el montevideano Teatro Albéniz tres de sus partituras, Festín chino, Bordones y Negros; y un año después dirige el ballet infantil Blancanieve, de José Pedro Bellán.
Cuando en 1929 Carlos Rocha le ayuda a publicar el Libro sin tapas, un fiel grupo de amigos propicia la entrada de Felisberto al mundo literario. En esta línea de adhesiones, es muy sabido que Vaz Ferreira escribió sobre el título citado las siguientes palabras: «Tal vez no haya en el mundo diez personas a las que les resulte interesante y yo me considero una de las diez» (10). Dos días después de publicarse estas líneas, el círculo próximo a Hernández le dedica un homenaje en el bar Neptuno. Allá se reúnen, entre otros, José Pedro Bellán, Leandro Castellanos Balparda, Manuel de Castro y el matrimonio formado por Esther y Alfredo Cáceres.
La maltrecha economía del pianista sugiere que la benevolencia de sus amigos, aunque continuada, no pudo conjurar la muy desigual fortuna. Asociado a Yamandú Rodríguez y, más adelante, a Venus González Olaza, sigue empeñado en giras musicales de amplio repertorio. Y aunque en 1930 publica su tercer libro, La cara de Ana, y en 1931 sale de imprenta el cuarto, La envenenada, lo cierto es que aún no dispone de muchos admiradores en esta vertiente de su creatividad. El propio Washington Lockhart argumenta esa desatención: «En 1934 compartí con él, radicados ambos en Mercedes, muchos ratos y comidas en el Petit Hotel, antes de Doña Cipriana. No se me ocurrió entonces leer cosas suyas ni por el forro. Sumergido con mis veinte años en la lectura de Dostoievski, ¿cómo hubiera podido concebir que aquel humorista dicharachero pudiera ser un escritor?» (11).
Casado desde 1937 con Amalia Nieto, logra mejorar su fortuna como pianista. Los críticos aprecian su talento y parece que se le abren nuevos caminos, aunque el diálogo con la fatalidad reaparece a cada momento. Incluso se ve forzado a fundar una librería en cuya gestión también fracasa, desazonándose hasta el extremo de abandonar la música y poner fin a su matrimonio. Contrastan esas ansiedades con una cierta felicidad en lo literario. En 1942, gracias al apoyo financiero de varios amigos del escritor, entre ellos Alfredo Cáceres, González Olaza y Luis Gil Salguero, llega hasta los lectores Por los tiempos de Clemente Colling. El premio del Ministerio de Instrucción Pública y los elogios de autores como Ramón Gómez de la Serna y Jules Supervielle demuestran el valor de la obra.
En torno a esta fecha, Felisberto se vincula al Centro de Estudios Psicológicos que dirige el profesor Waclaw Radecki, a la par que cultiva con afán la amistad con Supervielle. Destaca José Pedro Díaz que este vínculo comienza cuando Hernández «se halla en medio de esa segunda época, la de los relatos autobiográficos, y según creemos esa amistad tuvo una importancia decisiva sobre su obra en la medida en que todo parece indicar que fue él quien determinó la nueva orientación que ésta tomó a partir de entonces». Más adelante, Díaz corrobora que Felisberto dispuso a lo largo de su vida de una serie de maestros, al estilo de Supervielle, a quienes quiso y admiró. «El escritor José Pedro Bellán, el pintor Joaquín Torres García, el Dr. (médico psiquiatra) Alfredo Cáceres, el Dr. Carlos Vaz Ferreira, y por último el poeta Jules Supervielle, fueron sin duda los más importantes» (12).
El nuevo libro que entrega a la imprenta, El caballo perdido (1943), es premiado por el Ministerio de Instrucción Pública. Por otro lado, su vida sentimental cobra nuevos bríos gracias a la escritora Paulina Medeiros, a quien permanecerá unido durante cinco años. Ese mismo año, en Mercedes, le rinden un homenaje durante el que comenta su obra el profesor Humberto Peduzzi Escuder. Oportunamente, el agasajo coincide con su entrada en el departamento de Control de Radio de la Asociación Uruguaya de Autores. Su misión: anotar la hora precisa en que se emiten los tangos para controlar el pago de los derechos de autor.
Con el apoyo de Jules Supervielle, Felisberto obtiene en 1946 una beca del Gobierno francés. Llega a París en octubre de ese año y experimenta con asombro el afecto continuado de Supervielle y de Susana Soca, quien edita en dicha capital la revista La Licorne.
Sin contar otros rincones, el PEN Club y la Sorbona disponen los dos escenarios principales de ese viaje tan venturoso para el escritor.
Tan afortunada es la fecha, que incluso redescubre el amor junto a una española exiliada en París, María Luisa Las Heras, con quien se casa en 1949. Por desgracia, este matrimonio tampoco escapa a una crisis muy temprana.
Se advierte que la promoción europea le beneficia grandemente. Conoce a Roger Caillois, le homenajean en diversos auditorios y sus relatos alcanzan una razonable distribución. Ya en la recta editorial, obtiene una nueva satisfacción cuando la revista Escritura edita «Las Hortensias» (1949), con dibujos de Olimpia Torres. El Felisberto que se aplica a esta invención es el que se atiene a una categoría, la de lo fantástico, que si bien es discutible —en realidad, toda literatura es fantástica—, nos sirve aquí para identificar temas y modelos. De hecho, no es desacertado creer en este rótulo como uno de los que mejor publicitan la obra del uruguayo.
Desde 1954 es Reina Reyes, una profesora de pedagogía y escritora, quien concentra la ternura de Felisberto. Reina va a ser su amiga, su mejor promotora —le ayuda a obtener una plaza como taquígrafo en la Imprenta Nacional— y también es una confidente solidaria y gentil. En cada página de su correspondencia advertimos cómo queda constituido ese afecto; una suerte de fluidez entre ambas personalidades que se manifiesta en párrafos tan curiosos como éste que transcribimos a continuación: «Reina, querida niña mía: Es necesario que conozcas una historia que descubrí esta mañana. Se refiere al Premio Nobel. Ha surgido la idea —de un tal Hans Pfeiffer—que en vez de premiar a un creador con dinero, se busque la manera de proporcionarle una felicidad más auténtica, más relativa a él mismo, y que no perjudique la obra que aún puede realizar. Se ha comprobado que el dinero y la fama que resulta del premio trastorna la vida y la obra de quien no está acostumbrado a tenerlos. Entonces, la idea nueva consiste en no declarar a quién pertenece el premio hasta después de su muerte; y con el dinero destinado al premio se crea un grupo de personas —psicólogos en su mayoría— que estudie y favorezca al creador y a su obra en el tiempo que le quede de vida. En síntesis: nada de fama, de dinero, ni de ir a cobrarlo a Suecia. El grupo de personas encargado de beneficiar al premiado se trasporta al país de éste y busca la manera de proporcionarle una relativa felicidad que no inhiba su producción» (13). Según queda dicho, el tratamiento que Felisberto propone con su anécdota es muy semejante al recibido por él mismo, si bien en su caso el comité de expertos pudiera ser, en realidad, ese grupo de fieles que nunca deja de alentarlo con sus afectos. Así, en 1955 La Licorne publica el que será su principal y único documento estético, «Explicación falsa de mis cuentos», y en 1960 Ángel Rama incluye La casa inundada en la colección Letras de Hoy, de la editorial Alfa.
Los primeros síntomas de la leucemia que acabó con su vida coinciden con la segunda publicación de El caballo perdido, impresa en diciembre de 1963 por la Editorial Río de la Plata. Esa ambivalencia sentimental, donde se oponen el dolor propio de la enfermedad y cierta satisfacción por el reconocimiento de sus contemporáneos, van a acompañar al escritor hasta su muerte, el 13 de enero de 1964.
En ausencia de un genuino testamento literario, cabe hallar un documento en el que Hernández calcula el balance de sus aportaciones. Ese juicio, idóneo para completar nuestro esbozo, figura en una página que permaneció inédita hasta su inclusión en el tomo I de las Obras completas del escritor, publicadas por Arca en 1983. Como si fuera un examen sucesivo de sus inclinaciones, en dicha página, reproducida por Walter Rela en su Cronología anotada, podemos leer lo siguiente:
«Mi primer cartel lo tuve en música. Pero los juicios que más me enorgullecen los he tenido por lo que he escrito. No sé si lo que he escrito es la actitud de un filósofo valiéndose de medios artísticos para dar su conocimiento, o es la de un artista que toma para su arte temas filosóficos. Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que solamente se deba escribir lo que se sabe. Y desconfío de los que en estas cuestiones pretenden saber mucho, claro y seguro. Lo que aprendí es desordenado con respecto a épocas, autores, doctrinas y demás formas ordenadas del conocimiento. Aunque para mí tengo cierto orden con respecto a mi marcha en problemas y asuntos. Pero me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio. Y aquí se encuentran mi filosofía y mi arte» (14).
Notas
(1) «Felisberto, el naif», Cuadernos Hispanoamericanos, 302 (agosto de 1975), p. 257.
(2) «Carta en mano propia», Felisberto Hernández: Novelas y cuentos, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985, p. XIII.
(3) En «Las zarabandas mentales de Felisberto Hernández», Felisberto Hernández: Novelas y cuentos, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985, p. 4.
(4) En «Más las nueces que el ruido», Estaciones, 2 (1980-1981), p. 13.
(5) «Nadie encendía las lámparas», Clinamen, año II, 5 (mayo-junio 1948).
(6) Introducción a Nadie encendía las lámparas, Madrid: Cátedra, 1993, p. 24.
(7) F. H.: el hombre y el narrador, Montevideo: Casa del Estudiante, 1981, pp. 5-6; citado en Walter Rela, «Cronología anotada», Narraciones Fundamentales, Montevideo: Relieve, 1993, p. 168.
(8) Felisberto Hernández: Una biografía literaria, Montevideo: Arca, 1991, pp. 207-208.
(9) En Nadie encendía las lámparas, Madrid: Cátedra, 1993, p. 147.
(10) «Felisberto Hernández visto por él mismo y por Vaz Ferreira», El Ideal, 14-2-1929.
(11) Felisberto Hernández: Una biografía literaria, Montevideo: Arca, 1991, p. 209.
(12) Felisberto Hernández: El espectáculo imaginario, Montevideo: Arca, 1991, pp. 145-146.
(13) Ricardo Pallarés y Reina Reyes, Otro Felisberto, Montevideo: Casa del Autor Nacional, Imago, 1983, pp. 9-10.
(14) En Narraciones fundamentales, Montevideo: Relieve, 1993, p. 171.