Marcel Schwob |
Schwob, la más imaginaria de las vidas reales
Natalio Blanco
30 de marzo de 2017
De escritor olvidado a mito elevado al olimpo de los malditos. No hay término medio para un escritor que hizo de la intensidad vital y creativa bandera de existencia, a lo que sumó un estilo literario inconfundible durante su corta pero prolífica existencia. La imaginación la elevó a cotas nunca sospechadas en aquel París finisecular del XIX y comienzos del XX. De ahí el título de su libro cumbre, su verdadero tótem narrativo: Vidas imaginarias, publicado en 1896, cuando el autor contaba 29 años de edad.
Alianza Editorial ha decidido con excelente tino rendir homenaje a Marcel Schwob, uno de los mejores y más injustamente olvidados escritores de finales del siglo XIX. Presenta una Biblioteca de autor con sus obras más significativas reunidas en cuatro volúmenes: Vidas imaginarias; El libro de Monelle; El rey de la máscara de oro. La cruzada de los niños y Corazón doble. En apenas cinco años, entre 1891 y 1896, publicó en vida la práctica totalidad de sus narraciones.
Dotado extraordinariamente para las lenguas, como atestigua su poliglotía brillante, y con una salud quebradiza desde su infancia, su origen acomodado de familia judía fue el detalle que completaba una personalidad original en extremo y rompedora para los tiempos imperantes que corrían de realismo y naturalismo literario. Él fue mucho más allá, quiso indagar las nuevas posibilidades de la narrativa, ahondando en nuevos mundos vía simbolismo y otras formas de contar la realidad desde posiciones sumamente imaginarias. Todo se acabó en París en 1905 a la edad de 37 años después de un accidentado viaje a la Polinesia para conocer los lugares que visitó su admirado Robert Louis Stevenson, que acabada de morir precisamente allí muy poco antes. Una gripe derivada en neumonía tuvo la culpa.
BORGES: “EN TODAS PARTES DEL MUNDO HAY DEVOTOS DE MARCEL SCHWOB QUE CONSTITUYEN PEQUEÑAS SOCIEDADES SECRETAS”
No es casual que el mismísimo Jorge Luis Borges tomara como punto de partida de su Historia universal de la infamia las Vidas imaginarias del escritor francés, o que André Gide echara mano de El libro de Monelle, escrito en 1894, para inspirarse en Los alimentos terrestres, o que el Nobel William Faulkner leyera detenidamente antes La cruzada de los niños, publicada en 1896, para componer su monumental Mientras agonizo.
Otros escritores más contemporáneos como el italiano Antonio Tabucchi, su compatriota Pierre Michon o el chileno Roberto Bolaño también han aplaudido la iluminación que Schwob les proporcionó para sus creaciones. Amén de la veneración que le profesa el barcelonés Enrique Vila-Matas, que lo ha hecho partícipe de algunos de sus relatos y narraciones. “¿Qué pensaríamos de alguien que estuviera escribiendo, por ejemplo, la historia imaginaria de la literatura contemporánea?”, se preguntaba en un reciente artículo periodístico. “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, sentenció Borges.
De casta le viene al galgo, y si su padre fue condiscípulo de Flaubert en el liceo de Ruán, y frecuentó a Baudelaire, Gautier o Nerval, y también llegó a firmar a medias una obra de teatro con el mismísimo Jules Verne, Marcel compró en el Nantes natal de ambos el diario Le Phare de la Loire.
Codirigió el suplemento literario L’Écho de Paris, que le sirvió para ponerse en contacto directo con una brillante vieja generación de poetas comandados por Verlaine o Mallarmé. Allí empezó también a conocer a otros incipientes escritores como la pareja Colette y Willy, Jules Renard o André Gide. Ejerció de mecenas y descubridor de escritores contemporáneos, tanto los mencionados franceses como británicos como Joseph Conrad o G. K. Chesterton. Tradujo Moll Flanders de Daniel Defoe, y también a De Quincey. También promovió una encendida defensa de la obra de Ibsen además de dar a conocer la luminosa poesía de Walt Whitman procedente del otro lado del Atlántico.
En la presentación de esta edición de Vidas imaginarias, Antonio Álvarez de la Rosa afirma: “La fantasía de Schwob recuerda a la de un niño soñador. En lugar de ver su futuro vestido, por ejemplo, de bombero, aviador o médico buscó “una manera especial de vivir”, asumió que la brújula vital de un escritor solo marca el norte de su escritura, el deseo de crear, sabedor de que toda lectura interesante, literaria o erudita, sirve para alimentar la pluma, la irresistible atracción de dejar de ser uno para mudarse e instalarse en los mundos que va creando, imanes de lo maravilloso y de lo insólito”.
Cuando el periodista Jean Lorrain le abrió las puertas del París canalla de la época, Schwob se echó en brazos sin contemplaciones de “paraísos artificiales”. Primero necesitó morfina para intentar calmar los dolores de su quebradiza salud, pero posteriormente ya no tuvo reparos en buscar otros catalizadores del sueño como fueron el éter y el opio. Su literatura e imaginación portentosa quizá tengan algo que agradecer al respecto.
Fue entonces, en 1891, fecha de su primer libro, Corazón doble, cuando comenzó uno de los lustros más productivos y asombrosos de la historia de la literatura universal. En el prefacio de esta obra no oculta su animadversión por los postulados de la novela que domina aquel fin de siglo: la realista de Balzac o Maupassant, la psicológica de Flaubert o de Sthendal, la naturalista de Zola. Corazón doble es una especie de manifiesto estético y ético de lo que será su obra. Ese 1891 fue cuando conoció a Vie, una joven prostituta y obrera con la que vivirá hasta su muerte en 1893. A su recuerdo consagra El Libro de Monelle, publicado en 1894.
El inesperado éxito de Corazón doble impulsó a su editor a pedir a Schwob que recopilara los cuentos publicados desde la aparición de su primer libro. De este modo, en 1892 sale El rey de la máscara de oro. Son cuentos claramente inscritos en el movimiento simbolista que parecen profetizar algunos de los sucesos más significativos de finales de siglo, como el famoso caso Dreyfus.
La actriz Marguerite Moreno, a la que conoce en 1895, será determinante en su obra a partir de entonces. “Estoy enteramente a la discreción de Marguerite Moreno, y ella puede hacer de mí lo que quiera, incluso matarme”, escribe. Se casaron en 1900. Ella tuvo probablemente mucho que ver en la inspiración de su gran obra, Vidas imaginarias, publicada un año después de conocerse. Es un fantástico compendio de mágicas evocaciones de personajes históricos, reales unos (Uccello, Pocahontas, el capitán Kid), célebres otros (Eróstrato, Petronio), y muy probablemente totalmente inventados la mayoría.
Con esta obra germina la literatura sin límites ni fronteras, aquella en la que la historia arroja luz para la ficción creadora e ilumina caminos insospechados hasta entonces, hasta que un veinteañero francés de origen judío y salud frágil decidió invertir todo lo establecido hasta entonces y hacernos creer verosímil y real la vida más imaginaria de todas las posibles. La magia de la literatura.
Schwob, demiurgo
Editados y traducidos por Mauro Armiño, los 'Cuentos completos' del autor de 'Vidas imaginarias' revelan a uno de los narradores más originales y cautivadores del fin de siglo.
CUENTOS COMPLETOS. Marcel Schwob. Ed. y trad. Mauro Armiño. Páginas de Espuma. Madrid, 2016. 784 páginas. 35 euros.
Ignacio F. Garmendia
6 de marzo de 2016
Como otros autores raros o aparentemente menores, Marcel Schwob debe una parte no pequeña de su reputación entre los lectores del mundo hispánico a Borges, que le profesó una particular devoción y reconoció, bien que tardíamente, la deuda que su celebrada Historia universal de la infamia tenía respecto de las Vidas imaginarias (1896) del francés, una obra deslumbrante que muchos leímos por primera vez en la Biblioteca personal donde el argentino reuniera sus libros predilectos. No fue el único, sin embargo, y escritores muy distintos como Cunqueiro o Bolaño, por no salirnos de nuestro ámbito, tampoco se vieron libres del influjo que la singular propuesta de Schwob ha ejercido de un modo más o menos soterrado desde que fuera reivindicada por los surrealistas. No en vano se lo ha considerado un precursor de las vanguardias aunque su mundo narrativo, volcado en la recreación de los siglos pasados y ajeno a cualquier forma de fervor porvenirista, rehúye casi por sistema la representación de la vida contemporánea. Más allá de la perdurable fascinación que despiertan sus personajes reales o inventados, la principal innovación de Schwob tiene que ver con el estilo, con su proclamada aspiración a la síntesis o su gusto por lo fragmentario, con su capacidad para evocar atmósferas a partir de unos pocos trazos o su extraño y delicado lirismo.
Cinco intensos años le bastaron a Schwob, que casi renunció a la escritura de creación cuando contrajo la enfermedad de la que moriría prematuramente, para dejar un rastro indeleble, seguido por un puñado de incondicionales que constituyen, como dijera Borges, "pequeñas sociedades secretas". Hace unos años Páginas de Espuma reunió los ensayos y textos críticos de Schwob en El deseo de lo único. Teoría de la ficción, un volumen editado por Cristian Crusat que permitía acceder a las claves de una poética tan original como visionaria. El mismo sello ha publicado ahora sus Cuentos completos en una impecable edición de Mauro Armiño, que ha traducido y anotado los seis libros de ficción que Schwob publicó en vida -desde Corazón doble (1891) a La cruzada de los niños (1896)- más los relatos que quedaron inéditos o dispersos. Además de los títulos citados, la recopilación incluye El rey de la máscara de oro (1892), Mimos (1893) y El libro de Monelle (1894), su obra más difundida junto a Vidas y La cruzada. Al margen de los ensayos y narraciones, Schwob, buen conocedor de la lengua inglesa, emprendió traducciones ya clásicas -Shakespeare, Defoe, De Quincey, Stevenson o Wilde- en las que siguió el atrevido método de la analogía, que trazaba correspondencias entre las etapas de las distintas lenguas y buscaba soluciones coetáneas al periodo de los autores abordados, retrocediendo si era preciso a los modos del francés arcaico.
Enfrentada al naturalismo, tanto a su pretensión de objetividad como a su credo determinista, la poética de Schwob comparte algunos rasgos con los simbolistas o los decadentes, pero la precisión de su prosa y su rigor narrativo -aprendido del admirado Stevenson- están muy alejados de las ensoñaciones preciosistas. A propósito de su distancia de las escuelas del fin de siglo, cita Armiño un revelador pasaje del maravilloso Libro de Monelle: "Y para imaginar un nuevo arte, hay que romper el arte antiguo. Y así el arte nuevo parece una especie de iconoclastia. Pues toda construcción está hecha de escombros, y nada es nuevo en este mundo más que las formas". Schwob se remontó muy atrás para recoger esos escombros, con los que en efecto edificaría algo más que decorados de época. La Antigüedad clásica y la Edad Media -Villon, de quien escribió una biografía y estudió la lengua, ejerció sobre él un ascendiente decisivo- fueron sus periodos de referencia, abordados desde una voluntad no historicista ni exactamente arqueológica, pues a los datos recopilados en las bibliotecas unió el vuelo de una imaginación libérrima. En esa combinación de historia y fantasía se cifra el encanto de sus relatos o semblanzas, donde se da cita toda una galería de tipos humanos en la que abundan los mendigos, los malhechores, los locos o las meretrices, retratados a partir de una combinación de testimonios librescos y experiencia directa de la mala vida.
La de Schwob es una erudición, por lo demás increíble en un veinteañero, nada acartonada, que rehúye la generalización para centrarse en los detalles singulares, tal como afirmó en el prefacio a sus Vidas: "El arte es lo contrario de las ideas generales, solo describe lo individual, no desea más que lo único. No clasifica, desclasifica". Los personajes de estas Vidas -Lucrecio o Petronio, el pirata Kid o los asesinos Burke y Hare- son históricos, pero los hechos que se les atribuyen mezclan la realidad, la invención y la leyenda. En La cruzada de los niños, el mismo alucinante suceso, datado en 1212, es contado por diez voces distintas que incluyen a dos Papas, un goliardo, un leproso o algunos de los infortunados infantes que participaron en la expedición. El Libro de Monelle se inspira en una joven prostituta, Louise, con la que el autor tuvo una íntima relación antes de que muriera de tuberculosis. Desde la primera frase, todos los cuentos invitan a seguir leyendo y condensan en su breve andadura decenas de fogonazos que los convierten en piezas memorables. En Schwob, gran artista y verdadero demiurgo, se dan la mano el sabio y el fabulador, el narrador puro y el poeta desdoblado en ciento.
La voz viva de Marcel Schwob
Diez voces, diez versiones
Marguerite Moreno
MARCEL SCHWOB
Marguerite Moreno tuvo un gran renombre en la escena teatral parisina de la Belle époque, llegando a ser una actriz imprescindible de la Comedie-Française y la compañía de Sarah Bernhardt. Sin nunca dejar el teatro, a partir de 1911 comenzó una asidua y deslumbrante colaboración para el cine. Estuvo casada con Marcel Schwob, teniendo una incidencia clave en las ediciones póstumas de las obras de este. El presente ensayo biográfico (publicado en 1926) permanecía inédito en nuestro idioma y es un adelanto del libro Vidas imaginarias (selección), que pronto será publicado por Schwob Ediciones de Valparaíso.
[Traducción de Eduardo Cobos]
Se han escrito muchas cosas sobre Marcel Schwob. Su vida, tan breve, tan trágica, ha pasado ya al dominio de la leyenda. Todos los días me citan hechos o afirmaciones que surgen de la imaginación de sus contemporáneos, ¡sobre todo de la imaginación de aquellos de sus contemporáneos que nunca fueron cercanos a él! Estas inexactitudes no me indignan, son a la vez la marca y el precio de la gloria. Marcel Schwob habría estado casi orgulloso, él que presintió tan claramente su prematuro fin, y que deseó la permanencia y el florecimiento de su esfuerzo más allá del esfuerzo y más allá de la vida.
En el prefacio de Vidas imaginarias, señala su apasionado gusto por las biografías “vivas”, por esos retratos de hombres célebres que humildes admiradores han pintado para la posteridad con los únicos colores de la verdad familiar.
“Reconstruir la carrera de un artista –decía Marcel Schwob–, seguir el hilo de su pensamiento, es el rol del crítico, del historiador. La tarea del biógrafo es otra: debe hacer revivir ante nuestros ojos al hombre tal como la naturaleza y las costumbres cotidianas lo han hecho y formado, con su entorno, sus métodos de trabajo, incluso sus manías; él nos lo debe presentar a todas las horas del día, y sobre todo en aquellas donde menos aparecen los signos de su genio. De esta manera, establece una suerte de intimidad entre su héroe y la posteridad”.
Marcel Schwob tenía razón, conocía la alegría que dan la curiosidad satisfecha y el placer que proporciona un detalle marcado por el sello de la verdad. Es esta curiosidad la que quiero satisfacer, este detalle el que quiero anotar.
En el momento en que lo conocí, Marcel Schwob era gordo y llevaba bigote. Su parecido con el príncipe Víctor Napoleón era asombroso. Sólo el origen semita, que revelaba su nariz aguileña, lo alejaba del tipo napoleónico. Tenía manos encantadoras, blancas y finas, una sonrisa melancólica que revelaba su dentadura perfecta. Vestía mal, y llevaba con asombro y orgullosa torpeza el peso de su joven gloria. No obstante, un sortilegio estaba oculto en su mirada. Si alguien se hubiera acercado a él sólo un instante, recordaría sus ojos, azules como el cielo en un lejano oriente, crueles y perspicaces, tiernos y patéticos. Cuando la enfermedad ya había asolado su rostro, y una máscara de dolor se había posado por siempre sobre sus facciones, todo lo que quedaba en él de amor, de ardor, de deseos de vivir, de necesidad de aprender, se había refugiado en aquellas pupilas claras y profundas, que ningún cuadro había podido reproducir fielmente porque sólo eran el medio que empleaban para revelar su alma misteriosa y múltiple.
Vivía en la calle de l’Université, en una especie de cueva sombría, apretujada entre dos pisos, allí caminabas sobre libros, te sentabas sobre libros, incluso la cama estaba cubierta de libros. Un rincón muy pequeño, con una mesa muy pequeña, representaba la “oficina”, e incluso ese pequeño rincón estaba a menudo cubierto y ¡oculto por libros¡ En medio de esta marejada de papel impreso, Marcel Schwob estaba en su elemento. Además, ¡nunca vivía sin que su habitación y su estudio estuvieran tapizados de libros, escritos en todos los idiomas conocidos, encuadernados o plisados, antiguos o modernos! En los viajes transportaba, ante la gran consternación de los cargadores de los terminales, una enorme maleta repleta de libros y manuscritos y pesada como si hubiera sido de plomo. También portaba un equipaje inesperado: su perrito rojo “Flip”, que era grande como un puño y no se separaba de su cobijo en todo el tiempo que trabajaba.
Pero antes de emprender sus recorridos a través del mundo, emprendió sus viajes a través de París.
Un día dejó su apartamento de medio piso, para ir a habitar en la calle Vaneau. Allí también reinaba el papel a sus anchas, y objetos diminutos y raros abarrotaban todos los rincones que los libros y los manuscritos no habían invadido; y hubiese permanecido allí mucho tiempo más si el ruido –terrible en esta calle tranquila– no le hubiese ahuyentado. Este ruido infernal era causado por el paso incesante de camiones, carretas, carromatos, farderos, carretillas; en resumen, de todos los vehículos más pesados y los más torpemente cargados que saltaban sobre los adoquines, entre los juramentos de los conductores y los latigazos de los carreteros.
La enfermedad empezaba a torturar a Marcel Schwob y, ávido de silencio, se fue a la calle du Bac.
En un apartamento entre el patio y el jardín, él podía esperar la calma… Por desgracia, un genio maligno había acumulado en este lugar, de apariencia tranquilo, todo lo que puede impedir a una criatura humana dormir y trabajar. La campana de un convento vecino, un loro parlanchín y sobre todo chillón, instalado en el balcón de la casa contigua; en el piso superior, niños robustos y turbulentos a los que, unos padres ahorrativos y a menudo ausentes, les calzaban pesadas botas y proveían abundantemente de bolitas y carritos, y, ¡horror supremo!, un conserje que cantaba sin descanso bajo las ventanas: “¡La Valse bleue!”. ¡Era demasiado! Marcel Schwob había obligado a los niños y a sus indulgentes padres a marcharse haciendo sonar un enorme gong en mitad de la noche para sumirlos, según él, “en el terror y la tristeza”, pero el gong no tuvo ningún efecto sobre la campana y el conserje y, además, excitó singularmente la elocuencia del loro… Entonces necesitó mudarse de nuevo… Esta vez eligió el Palais-Royal. Lo había contado sin los juegos infantiles, con sus salvajes gritos, sin el cañonazo del mediodía, siempre esperado, siempre sorpresivo, sin el olor infame de las cocinas de los restaurantes, “para bodas” y sin la música de los bailes nupciales… De nuevo, emigró, estableciéndose en una vieja y vasta casa de l’Ile Saint-Louis. Fue allí que cerró los ojos y experimentó al fin el gran, ¡el eterno silencio!
Amaba las grandes habitaciones tristes de este apartamento, la calle donde nada ha cambiado desde hace siglos, los muelles, sombra y sol, donde los viejos hoteles se enmohecen o doran. Como hacía en todas las partes donde pasaba, se había instalado en la habitación más pequeña para trabajar, para anidar, ¡para agazaparse! Apenas salía para ir a la Biblioteca o a los Archivos. Se quedaba largas horas inclinado sobre el papel de hilo, que prefería a cualquier otro porque era raro y precioso, escribiendo sin tachaduras, con una caña tallada, un “cálamo”, en una bella y pequeña caligrafía, nítida, redonda y firme; ¡a menos que no leyera algún libro, indescifrable para cualquiera otro! Este retiro no lo defendía contra las visitas. Esperaba a algunos y temía a otros. El anuncio de ciertos nombres le iluminaba el rostro, el sonido de otros lo ensombrecía, y a estos les hizo falta mucho coraje para enfrentar de entrada su terrible mirada, seguida de su mutismo hostil, mutismo del cual no salía sino para decir un “adiós” semejante a un “que no te vuelva a ver nunca más”.
Aseguraba que “el hastío que desprendían las rasuradoras agravó su mal”. Este mal mortal, ¡cuántas veces Collete no le hizo olvidar! La quería tiernamente, la molestaba con pesadeces y la admiraba sin reservas. Ella sólo se sentaba en el suelo y él le permitía jugar en la alfombra con uno de los extraños animales que saltaban, se arrastraban o volaban alrededor de su forzada inmovilidad: un murciélago, un lirón, un lagarto, un gato, una ardilla, los perros, una paloma apuñalada, un cardenal, un halcón, los peces, ¡un mono! Incluso él consentía dejar en sus manos sus pájaros familiares, pequeñas máscaras de fierro, grandes como los herrerillos.
–No dejaría que los tocara –murmuró– uno de esos miserables que atraen a los gorriones en los jardines públicos. ¡Son todos unos sátiros o convictos de la justicia!
Sensible al favor que le hacía su severo amigo, Colette lo recompensaba diciéndole cosas encantadoras y prestándole la alegría de su hermosa y violenta juventud. Con ella redescubrió la risa de sus veinte años, alegre y feroz. Le confesaba su terror a las cocineras “capaces, decía, de envenenar a su amo con café o espinacas”. Evocaba delante de ella sus años de colegio, las chanzas hechas a los profesores o a los inspectores, su paso por el regimiento, donde fue tan infeliz y tan incomprendido que guardó un horror profundo a la profesión militar y al grado de suboficial en particular. Sin embargo, era oficial de reserva, el patriotismo se sobrepuso a sus resentimientos, ¡pero creo que ninguno de los hombres que tuvo bajo su mando conoció la sala de policía durante sus períodos de ejercicio! Se acordaba… y su alma tierna conocía todos los matices de la piedad.
A medida que su enfermedad le obligó a permanecer cada vez más en casa, más y más amigos se reunían en torno a su sillón, la lista es larga y hecha de nombres famosos, ¡muchos de los cuales, por desgracia, están grabados sobre tumbas! Venían a pedirle consejo, a consultarle sobre algo de historia, sobre una dificultad filológica: ¡él lo sabía todo! y, lo que es mejor, ¡lo entendía todo! Recuerdo el día en que Jarry vino a leerle su Ubu-Rey, se rió hasta las lágrimas de esta gran broma de colegial, pero no de su autor cuyas hermosas frases le encantaron. También recuerdo la tarde en que me leyó Cabeza de oro de Claudel, donde predijo el éxito de las futuras obras de su amigo. Es raro que se equivocara sobre el futuro de un joven escritor, incluso por lejano que fuese su talento al suyo. Era justo y desinteresado.
Marcel Schwob hizo grandes viajes. El más extenso, el más lejano, lo condujo a Samoa, la isla donde L. R. Stevenson vivió mucho tiempo, y murió demasiado pronto. Partió con su criado chino Ting Tse-Ying, en un inicio encargado de velar por su amo y luego de abordar con su innumerable equipaje. Durante los meses de ausencia, él veló por ambos, “¡dio la cara!”. El amo, que cayó enfermo por el camino, encontraba en el criado amarillo una devoción desinteresada, y el equipaje encontró un guardián fiel que trajo a casa el número exacto de objetos que se le habían confiado. Sólo que, he aquí, estos objetos no eran los mismos.
–Me robaron, Missis, aunque completé la lista… ¡Está todo allí!
Esta aventura colmaba de júbilo a Marcel Schwob, y una vez, al desplegar un maletín marcado: “Club Alemán, Melbourne”, exclamó: “¡No es Alsacia-Lorena, pero ya es algo que les han quitado![1]1. ¡Ay! el nómada ha completado su último viaje, descansa, liberado del dolor, dejando la huella luminosa de su corto paso por el mundo de los humanos, gracias a sus obras tan puras y tan altas, y tenemos aún algunas para ver brillar en la oscuridad del pasado su maravillosa, insondable mirada.
Nota
[1] La anécdota, contada como chanza por Marguerite Moreno, hace alusión al histórico revanchismo francés, el cual comenzó a popularizarse luego de la guerra franco-prusiana (1871), producto de un tratado que anexionaba a favor de los vencedores alemanes los territorios de Alsacia-Lorena hasta entonces pertenecientes a Francia.
Marguerite Moreno (París, 1871-Touzac, 1948). Actriz, memorialista. Tuvo un gran renombre en la escena teatral parisina de la Belle époque, llegando a ser una actriz imprescindible de la Comedie-Française y la compañía de Sarah Bernhardt. Sin nunca dejar el teatro, a partir de 1911 comenzó una asidua y deslumbrante colaboración para el cine con importantes directores (Gasnier, Cavalcanti, Delannoy, Siormark, Guitry, Autant-Lara), lo cual le dio notoriedad mundial. Amiga y confidente de personalidades de la cultura francesa, mantuvo extensos intercambios epistolares que son un vivo testimonio de época. Escribió como memorialista: Una francesa en Argentina (1914) –que daba cuenta de su estadía por siete años en ese país, periodo en el cual fue profesora de Victoria Ocampo–, La estatua de sal y el muñeco de nieve. Recuerdos de mi vida y de algunos otros (1926) y Recuerdos de mi vida (1948). Estuvo casada con Marcel Schwob, teniendo una incidencia clave en las ediciones póstumas de las obras de este. El presente artículo ha sido tomado de Marguerite Moreno. La Statue de sel et le bonhomme de neige : souvenirs de ma vie et quelques autres. París, Flammarion, 1926, pp. 126-134; y permanecía inédito en nuestro idioma.
LA ANTORCHA MAGACIN