Tony Judt |
FICCIONES
DE OTROS MUNDOS
Londres, 2 de enero de 1948
Nueva York, 6 de agosto de 2010
Tony Judt fue un historiador y escritor británico, profesor en varias universidades. Especializado en Europa, dirigió el Erich Maria Remarque Institute en la Universidad de Nueva York. Fue colaborador habitual de la revista New York Review of Books.
Su madre y padre, que procedían del extranjero y eran de origen judío, estaban secularizados: su padre nació en Bélgica y de niño emigró primero a Irlanda y luego a Inglaterra; por su parte, los padres de su madre habían emigrado de Rusia a Rumania.
Tony Judt |
Pero al igual que muchos otros padres judíos que vivieron en la Europa de la posguerra, los de Tony Judt le mandaron a la escuela hebrea, donde pudo empaparse en la cultura yidis. Esa experiencia marcaría su futuro.
Tony Judt ayudó a promover la migración de los judíos británicos a Israel. En 1966, tras haber ganado una posición en el King's College de Cambridge, tomó un año sabático y se fue a trabajar en el kibutz Machanaim. Cuando Nasser expulsó a las tropas de la ONU en el Sinaí en 1967, e Israel se movilizó para la guerra, como muchos judíos europeos, se ofreció a sustituir a los miembros del kibutz, que habían sido llamados a filas. Durante y después de la Guerra de los Seis Días, trabajó como conductor y como traductor para las Fuerzas de Defensa de Israel.
Tras la guerra, comenzó a pensar que la empresa sionista comenzaba a desmoronarse. De todos modos, su paso por el sionismo le dio la fuerza moral para poder decir lo que pensaba años después: “En los próximos años Israel va a devaluar, socavar y destruir el significado y la utilidad del Holocausto, reduciéndolo a lo que mucha gente ya dice que es: la excusa para su mal comportamiento”.
Formado en Cambridge, gracias al sistema de becas británico, luego Tony Judt enseñó desde muy joven en el Reino Unido, así como especialmente en los Estados Unidos, donde finalmente moriría, a temprana edad.
Al prolongar sus estudios en Francia, pudo conocer de cerca el ambiente de las grandes Escuelas parisinas (que no admiró demasiado), como tampoco le atrajeron demasiado las ideas revolucionaria del 68 francés (se sentía más bien sionista, por entonces). Su gran descubrimiento, gracias al poliglotismo familiar y personal, fue el de textos de escritores polacos y checos, desde 1990.
El 4 de octubre de 2006, Judt tenía programado un discurso en el consulado polaco en Nueva York, pero fue cancelado. Según el periódico The New York Sun: «la aparición en el consulado polaco fue cancelada después de que el gobierno polaco decidió que las opiniones del Sr. Judt sobre Israel no eran compatibles con las relaciones de amistad entre Polonia y el Estado judío».
En 2008, a Judt se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica. A partir de octubre de 2009, quedó paralizado desde el cuello hasta abajo; murió en 2010.
El historiador
De su interés inicial por la historia de la izquierda en la Francia contemporánea son resultado sus dos monografías: La reconstrucción del partido socialista: 1921-1926 (1976) y Socialismo en Provence, 1871-1914 (1979).
Enseguida abundó en la historia intelectual de Francia: Marxismo e izquierda francesa (1990), y Pasado imperfecto: intelectuales franceses, 1944-1956 (1992), en donde incorporaba informaciones de sus lecturas de intelectuales foráneos. Por entonces pasaba por ser un experto en asuntos franceses contemporáneos, en un entrecruce de ideología, filosofía, política y literatura.
Tony Judt amplió horizontes con su libro ¿Una gran ilusión?: un ensayo sobre Europa (1996); pero volvió a intentar completar sus ideas sobre Francia, discutidas, pero de moda ya, con El peso de la responsabilidad: Blum, Camus, Aron, y la Francia el siglo XX (1998).
De otro tipo fueron sus panorámicas posteriores: Posguerra: una Historia de Europa desde 1945 (2005); y Sobre el olvidado siglo XX (2008), una colección de sus artículos publicados en The New Yorker que habían supuesto su lanzamiento mundial como comentarista y divulgador. En sus últimos diez años, Judt ha participado en muchos debates estadounidenses.
Cierran su obra dos textos autobiográficos, muy difundidos: El refugio de la memoria (2010), y Pensar el siglo XX (2012), este último un largo diálogo con Timothy Snyder, un norteamericano de Ohio veinte años más joven que él.
Su crítica del pensamiento francés le llevó a ciertos desenfoques de su historia intelectual. Defendió los "Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas", con lo que se oponía al triunfo financiero y sus avaladores en el siglo XXI.7En ocasiones, la percepción de esa realidad, ajena, le resultó complicada, pese a su gran eco mediático. Así, el 19 de julio de 1995, Judt publicó un artículo en The New York Times, alabando la decisión de Jacques Chirac de decir al fin la verdad sobre el comportamiento de la Francia de Vichy entre 1940 y 1945, y denunciando el comportamiento vergonzoso, según decía, de los intelectuales franceses; afirmaba que Jean Paul Sartre o Michel Foucault se habrían mantenido silenciosos por sus simpatías hacia el marxismo. Ese juicio lo haría extensivo a otros, como Roland Barthes o Jacques Derrida. Éste respondió en una conferencia parisina de 1997 recordando que, entre otras muchas acciones colectivas de denuncia previas, ya en 1992, varios autores (Debray, Castoriadis, Derrida, Sarraute, Boulez, Piccoli, etc.) habían escrito una carta abierta a François Mitterrand, para que reconociese oficialmente el papel de Vichy, aparte del absurdo de citar a Foucault como marxista, o de simplificar las críticas de Sartre o de otros a la historia nacional. Cuatro días más tarde, en julio de 1995, el profesor Kevin Anderson, de la universidad de Northern Illinois, publicó una carta en ese periódico, en esa misma línea, pero su eco fue limitado.
Críticas
A la muerte de Judt, el historiador Eric Hobsbawm con el que mantuvo discrepancias ideológicas, escribió con cierta ironía: "En mi opinión, su fase francesa combinaba una impresionante erudición con resultados históricamente triviales". Y concluía: "se había hecho un nombre como académico agresivo; su posición básica era de tipo forense: no la del juez sino la del abogado de la acusación, cuyo objetivo no es la verdad ni la veracidad, sino ganar el caso. Preguntarse por las posibles debilidades de la propia posición no es crucial, aunque esto es lo que debe hacer el historiador de los grandes espacios, de los largos periodos y complejos procesos. Pero sus décadas formativas como acusador intelectual no evitaron que Tony se transformara en un historiador maduro, considerado e informado".
Europa, una historia universal
Santos Juliá
4 de noviembre de 2006
El británico Tony Judt traza una panorámica del continente tras la Segunda Guerra Mundial desde tres ángulos distintos: el repliegue político, provocado por el ocaso de sus potencias mundiales; el enfriamiento del fervor político de la Revolución Francesa y del marxismo, y, por último, su conversión en un foco de atracción para individuos y países enteros.
Asegura Tony Judt (Londres, 1940) al comienzo de esta apasionante historia que él no tiene un gran argumento que contar ni una gran teoría que exponer. En realidad, hace ya dos o tres décadas que nadie los tiene: el fin de los "treinta gloriosos" a mediados de la década de 1970 y la caída del socialismo real a finales de los ochenta arrasaron los relatos sostenidos en grandes teorías y en visiones unilineales de la historia. En su lugar, sin embargo, Judt tiene varías líneas argumentales que desarrollar: como ocurre con la misma Europa que, como el zorro, sabe muchas cosas, el autor de este libro tampoco quiere ser como el erizo, que sólo sabe una.
Esas líneas argumentales quedan claras desde el pórtico de Postguerra. Ante todo, ésta es una historia de la reducción de Europa, de la liquidación de sus restos imperiales y del ocaso de sus Estados como potencias mundiales. Es, además, la constatación de la decadencia y fin de los discursos tradicionales: el fervor político que alimentó a Occidente desde la Revolución Francesa se enfrió al tiempo que se liquidaba en el Este la fe en el marxismo como filosofía irrebasable de nuestro tiempo, que dijo Sartre. Hasta aquí, Postguerra sería, pues, la historia de un repliegue político acompañado de una decadencia intelectual. Pero este tipo de argumento choca con la tercera de las líneas que Judt despliega con idéntica maestría: el surgimiento de un modelo europeo, de Europa como polo de atracción para individuos y países enteros. En fin, a esta historia de destrucción y resurgimiento se mezcla la complicada relación con el mundo exterior, en especial con Estados Unidos.
POSTGUERRA. Una historia de europa desde 1945
Tony Judt. Traducción de Jesús Cuéllar y Gloria E. Gordo del Rey
Taurus. Madrid, 2006
1.212 páginas. 29,50 euros
Mantener en tensión estos cuatro argumentos habría sido ya una obra titánica, poco habitual en los tiempos que corren, más dados a historias parciales. Judt sostiene y controla esa tensión. Su recorrido por las ruinas económicas y políticas, pero también morales y culturales, de la posguerra es sencillamente soberbio, como es agudo su análisis de la rehabilitación y de la inmediata llegada de la guerra fría. Ciudades devastadas por los bombardeos aliados, decenas de miles de mujeres violadas por los soldados del Ejército Rojo, niños huérfanos, perdidos por las calles de Berlín, programas de desnazificación. Y, casi sin transición: hay que olvidar todo eso, hay que ponerse a trabajar.
En estos primeros capítulos ya se hace patente lo que constituirá la marca distintiva del ingente trabajo en el que se sostiene la sólida estructura de este libro: la atención al detalle se da la mano con la perspicacia del análisis político; la cita que ilustra un momento decisivo se acompaña de la reconstrucción del clima moral de una época; la indagación en la cultura política se enriquece con la reflexión sobre el papel de los intelectuales; los planes y las iniciativas económicas avanzan a la par que el proceso de reconstrucción de los Estados. ¿Una historia total, entonces? Pues sí, por más que el sueño de totalidad hiciera mutis junto a las grandes teorías, Judt, que carece de gran teoría, ha construido lo más parecido a una historia total que pueda imaginarse.
Que no por serlo anula o fagocita las historias singulares. Porque imbricada con esa historia de Europa van desplegándose las historias individualizadas de cada uno de los Estados y naciones que acabarán formando lo que hoy llamamos Unión Europea. Sin duda, la parte del león se la llevan Alemania, Francia, Reino Unido y Unión Soviética (o Rusia), pero cada vez que el argumento lo exige, aparecen Italia o Polonia, Rumania o la antigua Checoslovaquia. Es también, en este sentido, una historia de Europa al modo tradicional, una historia de Estados y naciones, con una diferencia: la atención prestada a las sucesivas élites dirigentes, a las corrientes de pensamiento, a las producciones culturales, a las modas y modos de vida, introduce una perspectiva transversal que teje una trama narrativa única a la par que diversa, como la misma Europa.
Con estos mimbres, y sostenido en una montaña de información nunca indigesta, el sobrecogedor arranque y la rápida reconstrucción se convierten en distanciamiento irónico cuando el relato se adentra en lo que Judt llama "momento socialdemócrata" y asiste al revoloteo del espectro de la revolución. Aquí, lo que prima es la rebaja de la tensión, como cuando se pierde la ilusión. Ilusión perdida: la socialdemocracia nunca ha sido un proyecto capaz de suscitar los entusiasmos del fascismo o del comunismo; pero riqueza multiplicada, educación generalizada, seguridad garantizada, mayor calidad y duración de vida. Todo esto logrado, ¿qué se podría poner en el lugar de las pasiones políticas?, ¿qué podría sustituir el gran debate entre capitalismo y socialismo, entre liberalismo y marxismo?
Judt aborda entonces las respuestas realmente dadas a este final de la vieja Europa que sigue a aquella revolución que no fue, la del 68, la que buscaba la playa debajo del pavés y al agotamiento del modelo socialdemócrata unos años después. Salen a escena la señora Thatcher y el presidente Mitterrand, personajes -especialmente la primera- por los que siente una evidente fascinación. Ambos, aunque por caminos distintos, toman nota de los resultados de la crisis; ambos liquidan, una por reacción, otro de manera directa, la pesada herencia del viejo socialismo. Y ambos sacan las consecuencias del camino irreversible por el que ha entrado Europa tras la Ostpolitik de Willy Brandt. Una nueva Europa aparece en el horizonte, más desencantada, conocedora de los límites del Estado como sujeto moral.
Es lástima, sin embargo, que en un libro por tantos conceptos extraordinario, el tratamiento que se dedica a España sea tan decepcionante. Salvo dos breves observaciones sobre el poder de la Iglesia católica y la aparición del terrorismo vasco, hay que esperar a los años setenta para que se conceda una atención específica a España en el marco de la transición a la democracia de los tres países de la periferia del sur. Pero la información manejada es deficiente y el relato convencional: calificar a la España que ingresa en la Comunidad Europea de país pobre y agrario es un error que debe ser revisado: una economía que sólo emplea al 15% de su población activa en el sector agrícola no puede calificarse de agraria: Judt debió haber tomado mejor nota de la gran transformación experimentada por la economía y la sociedad española en la década de 1960.
La historia sigue, en todo caso, su curso y lo que Judt nos cuenta de Europa a partir de esa década resultará muy familiar a un lector español: el mismo vandalismo urbanístico, la misma admiración por modelos ajenos, idéntico interés por la nouvelle vague, similar liberación de las convenciones morales impuestas por la religión. Como también resulta familiar la sustitución de las ideologías que anunciaban un nuevo mundo por "el discurso de los derechos" o ese momento socialdemócrata, que en España se fundió con la "tercera vía", la privatización del sector público empresarial y la emergencia de las identidades regionales que florecen por toda Europa.
Postguerra culmina, tras la caída del muro de Berlín, en la consolidación de un modelo de vida europeo que se desarrolla en diversas formas dentro de unos límites territoriales imprecisos, cambiantes, con sus diferencias culturales regionales, con "excepciones" orgullosas de sus identidades separadas, con una red de comunicaciones cada vez más tupida. Europa, dotada de unas instituciones que garantizan un espacio económico común, se define en el ámbito político más por lo que no es que por lo que es: no es una unión de Estados ni es una confederación. Lo que vaya a ser, habrá que verlo: la historia total desemboca en historia abierta.
Mientras tanto, concluye Judt en su postrer meditación sobre memoria e historia, la nueva Europa constituye un éxito notable vitalmente vinculado a un terrible pasado en el que un grupo de europeos pretendió exterminar a otro grupo de europeos en un holocausto sin parangón en toda la historia de la Humanidad. Para que los europeos conserven siempre ese vínculo vital hay que enseñárselo de nuevo a cada generación. Tal es la tarea de la historia, que este libro excepcional cumple de manera admirable.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de noviembre de 2006
El rescate del siglo XX
'Pensar el siglo XX', testamento intelectual del historiador británico Tony Judt, es el libro del año para los críticos de 'Babelia'
José-Carlos Mainer
28 de diciembre de 2012
1 Pensar el siglo XX
Tony Judt con Timothy Snyder. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Taurus
Nadie de los que han votado Pensar el siglo XX como el mejor libro del año lo ha hecho por considerar las tristes circunstancias en las que se produjo y fue escrita esta conversación de Tony Judt, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica que tenía pocas oportunidades de verla impresa, y su colega y admirador Timothy Snyder. En esa misma época angustiosa había surgido también un breve pero intenso panfleto sobre la crisis de civilización que todavía nos aqueja, Algo va mal (2010), y una sugestiva autobiografía ordenada por ámbitos temáticos, El refugio de la memoria (2010), ambos dictados por el autor y transcritos por manos amigas. Lo que sucedió es que todos reconocimos en estos libros la lucidez, la libertad y la inteligencia que nos habían deslumbrado en los dos inmediatamente anteriores, la síntesis histórica sobre la historia europea posterior a 1945, Posguerra (publicado en 2005, traducido en 2006), con enorme éxito internacional, y los brillantes ensayos de Sobre el olvidado siglo XX (2008), escritos casi todos para las exigentes páginas de The New Yorker.
En la conversación se habla a menudo de la doble condición de 'insider' y 'outsider' como formas de socialización y disposiciones de ánimo
Leer algo que se ha escrito con la contumaz voluntad de un testamento impresiona por fuerza. Pero, desde un comienzo, Tony Judt había observado la experiencia de su propia vida como un objeto de historia y en estos libros postreros se aprecian las dotes intelectuales que siempre tuvo: la vehemencia y la brillantez expresivas, la capacidad de evocación de lo concreto y revelador, la legítima soberbia de quien puede ser osado o impertinente, pero sin rozar la autosuficiencia o la pedantería. En la conversación con Snyder se habla a menudo de la doble condición de insider y outsider como formas de socialización y disposiciones de ánimo, y se infiere que Judt se sabía beneficiario de las ventajas de ambas: como historiador fue un insider con resabios de outsider (formado en Cambridge, enseñó muy tempranamente en Reino Unido y en Estados Unidos, pero siempre fue bastante rebelde a consejos, actitudes y supersticiones académicas) y como ser humano fue un outsider con voluntad de insider (fue un judío británico de clase media que cursó estudios gracias al excelente sistema de becas, que siempre echó de menos, y supo lo que debía a las tradiciones pedagógicas británicas). En El refugio de la memoria, el precioso capítulo dedicado a ‘Joe’, su primer profesor de alemán, deja muy claro el orgullo por el propio esfuerzo. Y otro apartado, ‘Palabras’, consigna la deuda con la retórica y la exactitud verbal que aprendió en el King’s College. Y nunca se sintió incómodo por haber sido —como sus compañeros becarios— “al mismo tiempo radicales y miembros de una élite. Es la incoherencia de la meritocracia: dar a cada uno su oportunidad y luego privilegiar a los que tenían talento”. Tampoco resulta fácil clasificarle en virtud de otras decisiones vitales. Se dedicó temprana y brillantemente a la historia intelectual de la Francia moderna, pero nunca estuvo cómodo en el mundo ceremonioso y mandarinesco de las grandes Écoles, donde tuvo la oportunidad de completar su formación. Por edad vivió la conmoción de 1968, pero no sintió el atractivo de la revolución, ni militó en el comunismo, porque en esos años prefirió ser sionista. Y, de hecho, su gran descubrimiento intelectual se produjo, ya en los noventa, cuando empezó a leer (y logró hacerlo en sus lenguas de origen) a pensadores disidentes polacos y checos a los que sus coetáneos anglosajones y franceses habitualmente desdeñaban.
no le quita el sueño la querella de hogaño entre la Historia profesional y la Memoria histórica
El análisis de esta trayectoria marca el sistema conjuntivo que pactaron Snyder y Judt para la escritura de Pensar el siglo XX. El arranque de cada capítulo es un memorándum autobiográfico de Judt que plantea lo sustancial del tema y que va dando paso a las matizaciones, apostillas o sugerencias de su colega y, al cabo, a un diálogo animado entre dos hombres de distinta edad (el entrevistador es veinte años más joven) y biografía (Snyder es un norteamericano de Ohio), aunque ambos compartan el mismo interés por la cultura centroeuropea y la misma aversión a los dos totalitarismos del siglo XX, el fascismo y el comunismo. Snyder escribe al frente de su prólogo que “este es un libro de historia, una biografía y un tratado de ética”, porque recuerda, sin duda, que la definición de historiador que más complacía a Judt era aquella que los hacía “filósofos que enseñan mediante ejemplos”. En las páginas de los capítulos 7 (‘Unidades y fragmentos: historiador europeo’) y 8 (‘La edad de la responsabilidad: moralista estadounidense’), que se refieren respectivamente a la escritura de Posguerra y a la participación en los debates políticos de las revistas norteamericanas de los últimos diez años, encontraremos a un defensor del concepto clásico de la historia (“la historia es un relato moral”), que prefiere como arrimo la referencia de las Humanidades a la de las llamadas Ciencias Sociales y que se confiesa poco amigo de las corrientes poshistóricas de patente francesa, o de las surgidas al calor de los Cultural Studies. Y a quien no le quita el sueño la querella de hogaño entre la Historia profesional y la Memoria histórica, concebida como una suerte de democratización de la primera: “Son hermanastras que se odian —apunta en sus conversaciones— y son inseparables porque comparten una herencia indivisible”. El objetivo de la Historia es la dilucidación de la verdad y no un acto personal de reconciliación o de querella con el pasado: la “verdad de la autenticidad”, le cuenta a Snyder, “es distinta de la verdad de la honestidad. Del mismo modo, la verdad de la caridad es diferente de la verdad de la crítica”.
Pero en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en manifestar su antipatía por la megalomanía obstinada de Juan Pablo II,
No le gustaba que la Historia se haya arrogado la función de corregir el presente, mediante la lectura masoquista del pasado. Como historiador de los acontecimientos del siglo XX, pudo tener la tentación de hacerlo pero la conjuró porque no creyó (como escribió en el prefacio a Sobre el olvidado siglo XX) que aquella centuria fuera solamente “una Cámara de los Horrores Históricos de utilidad pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o Pearl Harbor, Auschwitz o Gulag, Armenia o Bosnia o Ruanda, con el 11 de septiembre como especie de coda excesiva, una sangrienta posdata”. Pero en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en manifestar su antipatía por la megalomanía obstinada de Juan Pablo II, por la fatuidad vana de Tony Blair, por la soberbia de Jean-Paul Sartre, por los silencios del gran historiador Eric Hobsbawn, a la vez que exponía su consideración negativa de la sociedad belga de hoy y de los errores que parecen presidir los rumbos de la historia israelí después de 1967 y de la rumana de los últimos cien años. En las conversaciones con Snyder, leemos que lo esencial del legado del último siglo no fueron las guerras y los conflictos de identidad nacional, sino que “durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o explícitamente, sobre el surgimiento del Estado”, algo que, en puridad, fue herencia del fecundo siglo XIX y desembocó en la opción por “Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas complejas sin recurrir a la violencia o la represión”. Y, a despecho de su proclamada renuncia a aleccionar, Judt concluye: “Seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a ese legado”.
Estas briosas afirmaciones y la nostalgia del pensamiento de quien las dijo es lo que —a mí, cuando menos— me han llevado a considerar estas conversaciones de Judt y Snyder como el mejor libro del año pasado. Hubo otros excelentes, sin duda, pero ninguno nos habla tan claramente de la estirpe rahez del poder financiero y de la estupidez de sus corifeos políticos y periodísticos, dedicados al resignado masoquismo (los sacrificios nos harán dignos de la felicidad futura) y al cuidadoso desmantelamiento de aquello que, desde hace más de cien años, tanto ha contribuido a la libertad y la dignidad de los seres humanos.
El desafío de pensar
José Andrés Rojo
08 de febrero de 2013
Tony Judt y los maníacos de la pureza
La obra del historiador británico sobre los intelectuales franceses de posguerra desmonta el falso brillo de los grandes conceptos
José Andrés Rojo
29 de enero de 2015
Esa definición, “maníacos de la pureza”, no es del historiador británico Tony Judt sino del periodista y escritor católico François Mauriac. La utilizó para referirse a Emmanuel Mounier, el fundador del personalismo, y a su grupo de la revista Esprit, pero sirve también para calificar a los intelectuales que empezaron a tener una importancia capital en Francia a partir del final de la Segunda Guerra Mundial y que, de alguna manera, establecieron un modelo, unas pautas, un estilo de colocarse frente a la sociedad, de encarnar la opinión pública, de comprometerse con la marcha del mundo. Se pronunciaban sobre todo, tenían una idea de cada cosa, pontificaban exhibiendo una retórica seductora y brillante. Fueron una suerte de sacerdotes laicos en una Europa donde, tras la inmensa catástrofe de dos guerras mundiales, parecía evidente que las viejas religiones (¿dónde estuvo Dios?) tenían ya poco que decir ante una muchedumbre de desdichados que ya sólo sabían del dolor, la perdida, la humillación, la destrucción, el horror y la muerte.
El libro que Tony Judt dedicó a la actividad de los intelectuales franceses durante los años que van de 1944 a 1956, Pasado imperfecto, es antiguo: se publicó en 1992 y en España se tradujo en 2007. Se trata de un trabajo viejo sobre un asunto mohoso ya, el de los intelectuales. El propio Judt lo comenta en las conclusiones: “El intelectual como héroe es una figura en franco declive”, escribe. Perdieron el aura, y se acusa al mercado de haberlos postergado por su afán de dar salida a productos más banales, más intrascendentes, más ligeros. Aquellos días en que se esperaba que se pronunciaran sobre cada cuestión, en cada momento, para servir de guía, para marcar los derroteros, son cosa ya del pasado. Judt observa que “lo que en realidad se ha perdido, y lo que aún ha de encontrar un sustituto, es la seguridad que se deriva de una política rebosante de confianza, de un conocimiento de ciertas ‘verdades’ simples en torno a la historia y la sociedad”. Vaya, ¿no será que ahora ha vuelto esa “política rebosante de confianza”?, ¿no se oyen acaso por doquier verdades claras y dictámenes rotundos sobre lo que está pasando en este tiempo de crisis? Quizá, efectivamente, los intelectuales no tengan ya donde caerse muertos: en España reinan hoy los profesores y para muchos han recuperado ese componente heroico que tan bien le suele venir a la imaginación romántica. Su retórica, como la de aquellos intelectuales franceses de antaño, es brillante y seductora. Sacan la guadaña verbal y fulminan al adversario. Así que quizá no esté de más volver a Pasado imperfecto, por viejo que sea, por antiguo.
Lo que entonces había, en la Francia que acababa de ser liberada, era un paisaje en ruinas. Ruinas físicas, pero también morales. Ya había advertido Camus que en junio de 1940, con la llegada de los alemanes, terminó un mundo. La Tercera República había revelado su falta de temple, de nervio, su profunda decadencia: no supo responder al enemigo. Luego vino el régimen de Vichy, el colaboracionismo, la ignominia de la expulsión de los judíos. Lo único que podía salvarse era el trabajo de la Resistencia, pero la liberación sólo fue posible cuando desembarcaron las tropas estadounidenses. Así que una idea fue imponiéndose poco a poco, la de que había que hacer tabla rasa. Nada servía, urgía tirarlo todo por la borda. Empezar de nuevo como si nada hubiera pasado.
Salvo los que se implicaron directamente en la lucha contra el invasor, la mayoría de los franceses no tuvieron otra alternativa que plegarse para salvar el pellejo y convivir con la barbarie de los nazis. París siguió siendo una fiesta, así que cuando todo acabó quedó flotando el amargo sabor de la vergüenza y la humillación. De nuevo, Camus: “El odio de los asesinos forjó como respuesta un odio por parte de las víctimas... Desaparecidos los asesinos, los franceses se quedaron con un odio parcialmente desprovisto de objeto. Siguen mirándose unos a otros con un residuo de cólera”.
La cólera de las víctima que han sido devastadas por un furor ajeno, esa suerte de odio vacío que no encuentra un objeto cabal sobre el que volcar su inquina, y el resentimiento y el afán de venganza. Esa atmósfera de desolación lo llenaba todo. Cuenta Judt que, frente a semejantes estragos, el programa del Consejo Nacional de Resistencia era muy vago. Si hubo algo fue, en la línea de Camus, “la instauración simultánea de una economía colectiva y una política liberal”, observa. Pero no hubo ni la organización ni los recursos ni los apoyos necesarios para poner en marcha políticamente esos objetivos. Francia estaba, además, destruida: ya no tenía la autonomía de antes, necesitaba la colaboración de los aliados.
En esas circunstancias llegó la aportación de Sartre y cayó en terreno propicio para florecer, y con mayor lustre en el mundo de los intelectuales. Judt lo cuenta así: “La revolución no sólo iba a transformar el mundo, sino que constituía en sí el acto de la recreación permanente de nuestra situación colectiva, en tanto sujetos de nuestra propia vida. En resumen, la acción (de naturaleza revolucionaria) es lo que sostiene la autenticidad del individuo”. Ése era el mensaje de Sartre y del grupo de Temps Modernes y que, en el caso del católico Mounier se tradujo como una invitación a los franceses a acometer una “revolución espiritual y política”. Todos ellos compartían la idea de que “ponerse de parte de los buenos equivalía a buscar la revolución; oponerse a ella era interponerse en el camino de todo aquello por lo que habían luchado y habían muerto tantos hombres y mujeres”. El momento de transformarlo todo estaba ahí, y los intelectuales se pusieron al frente de la marcha. Las primeras discusiones iban a producirse cuando se iniciaron las purgas y, sobre todo, la purga de los intelectuales que, recuerda Judt, “debía ser un acto social y político de tintes claramente revolucionarios”.
La respuesta a la humillación de la derrota y a ese singular infierno de la ocupación, al que tan bien se acomodaron muchos franceses, fue así la de recuperar la antorcha revolucionaria. Pero en esa recuperación iban a colarse de rondón esas taras que consiguen envenenar de infamia las grandes abstracciones. Bajo la superficie de aquel monumental impulso de metamorfosis podía detectarse ya lo que Tony Judt llama la tesis de la tortilla: “la creencia de que un avance histórico de suficiente importancia vale la pena al margen del precio que sea preciso pagar para conseguirlo”. Y, poco después, escribe: “Ciento cincuenta años después de Saint-Just, la hegemonía retórica ejercida por la tradición jacobina no sólo no había menguado, sino que había tomado de la experiencia de la resistencia un vigor renovado. La idea de que la revolución —la Revolución, cualquier revolución— constituye no sólo una ruptura dramática, un momento de discontinuidad entre pasado y futuro, sino que también es la única ruta viable que va del pasado al futuro, impregnó y desfiguró de tal modo el pensamiento político francés que resulta muy difícil desenmarañar la idea del lenguaje que la ha investido de su vocabulario y sus símbolos”.
Conviene conservar esa idea que sostiene que no hay otra salida que la revolución para saltar del pasado al futuro. La revolución: hacer tabla rasa, tirar lo heredado, castigar a los responsables. Y junto a esa idea, la que la sostiene: pensar que la historia tiene un sentido claro y que, si hace falta pagar unos costes, son los inevitables peajes para conquistar el paraíso. Lo que aterra es observar cómo la fascinación por las grandes abstracciones permite pasar de largo por los horrores concretos del presente. En Pasado imperfecto, Tony Judt quiso sacar a la luz las artimañas de las que se valieron los intelectuales franceses de posguerra para ningunear los dislates del estalinismo y enfrentarse abiertamente a cuantos criticaban al comunismo. Sartre lo había dejado muy claro con una única frase: “Un anticomunista es un perro, de ahí no me apeó ni me apearé jamás”.
El que no está conmigo está contra mí. El intelectual que se arroga la superioridad moral por estar del lado de “los buenos”, el que silencia cualquier reparo, el que con la mayor irresponsabilidad cierra los ojos para mantener viva la buena nueva. Los brutales juicios políticos que se celebraron en Moscú en los años treinta quizá quedaban entonces un poco lejos, pero en la misma época en que los intelectuales franceses celebraban la revolución como la gran panacea que a todos iba a salvar, en los países del Este de Europa los dictámenes de Stalin abrían la puerta a la represión y a la tortura y al asesinato de cuantos no comulgaran con la ortodoxia, por no hablar de la persecución de los judíos, que quedó oscurecida y en un segundo plano. “Cuando se ha establecido un nuevo orden social, el antiguo orden, el Antiguo Régimen y sus élites son por definición ‘culpables”, apunta Judt. El terror queda de esa manera autorizado.
¿Cómo fue posible? ¿Qué mecanismos operaron para que los que debían haber sido particularmente críticos con la barbarie permanecieran en silencio y miraran a otra parte? “Nos guste o no”, escribió Jean Paul Sartre, “la construcción del socialismo tiene el privilegio de que para entenderla uno ha de abrazar su movimiento y asumir sus metas”. Quizá ahí quede apuntado uno de los mecanismos más perversos: sólo desde dentro puede ponerse alguna objeción; hacerlo desde fuera supone siempre darle armas al enemigo. Y otro detalle: estar del lado de los elegidos otorga un privilegio, el de compartir la tarea colectiva de acabar con un régimen podrido. La más mínima crítica es una maniobra orquestada por los otros, ese bloque compacto en el que están todos los demás, llámese Antiguo Régimen, llámense burgueses, llámese casta.
Así que tenían la convicción de estar en posesión de una indiscutible superioridad moral, pero había otro elemento que resulta esencial. Si los intelectuales franceses tuvieron en su día tanto predicamento y marcaron el ritmo al que debían bailar todos los demás, su éxito e influencia creció por otra exigencia que se produce en tiempos de crisis: “Lo que realmente importaba era la acuciante necesidad de dar a nuestras vidas y a nuestra historia un significado”, apunta Judt. Y si se había encontrado una fórmula para satisfacer esa demanda, la fórmula de la revolución, era importante evitar que los horrores del estalinismo no empañaran o lastraran el desafío. Los intelectuales franceses no es que dieran exactamente por buenos los desmanes comunistas, como hacían los militantes del partido, sino que procuraban explicarlos, darles sentido. Merleau Ponty, por ejemplo, consideraba que si la historia tiene un significado, sólo se justifica por el cambio y la lucha, y es el proletariado quien impulsa ese motor. “Si esas premisas son correctas, queda demostrado que las purgas y los juicios de escarmiento celebrados en Moscú en los años treinta no sólo fueron táctica y estratégicamente atinados, sino que también fueron históricamente justos”, comenta Judt al respecto. Este es el plan: “El veredicto del futuro aún no se ha pronunciado. Pero no tenemos más remedio que actuar como si ese veredicto fuera favorable…”.
Reinaron entonces los grandes conceptos, las proclamas intachables, el afán justiciero frente cualquier desliz, la sospecha de que el enemigo acecha y que, si te descuidas, te da gato por liebre. La atmósfera de la Guerra Fría facilitó la polarización: quien critica la revolución, y sus desmanes, está del lado del imperialismo estadounidense. Judt habla de una estado de alerta generalizado y recuerda la sagacidad de Simone de Beauvoir, a la que se “la tomaba muy en serio cuando describía películas norteamericanas como Shane o Solo ante el peligro y las tachaba de propaganda militar diseñada para preparar al público occidental de cara a una ‘guerra preventiva”.
“Para el intelectual de mediados del siglo XX, desencantado con las promesas fallidas del siglo XIX, el comunismo supuso la única perspectiva aún firme de que el mundo volviera a tener ilusiones de futuro”, escribe Judt. Por tanto, el desafío era proteger esa ilusión, no rebajar el entusiasmo y cerrar los ojos ante cualquier complicación. Y si en los países europeos del Este se estaban masacrando los derechos humanos, eran los derechos humanos los que se habían convertido en un problema y ya no servían, por tanto, ni como promesa ni como solución.
En la batalla que libraron los intelectuales franceses por salvar como fuera esa ilusión de futuro, y encontrar de paso el calor que tanto se anhela en medio del duro frío de un mundo devastado, uno de las artimañas más perversas para evitar cualquier autocrítica fue señalar a los otros. Tony Judt: “La inmensa mayoría de los escritores, artistas, profesores y periodistas no estaban a favor de Stalin: eran contrarios a Truman. No estaban a favor de los campos de concentración: estaban contra el colonialismo. No estaban a favor de los juicios de escarmiento en Praga: estaba en contra de las torturas en Túnez. No estaban a favor del marxismo (salvo en teoría): estaban en contra del liberalismo (especialmente en teoría). Y, sobre todo, no estaban a favor del comunismo (salvo sub specie aeternitatis): estaban en contra del anticomunismo”.
En ese viejo libro que trata, además, de una especie en extinción, el escritor británico comenta ya casi al final, con un deje de melancolía, que “habrá intelectuales franceses durante muchos años por venir; todos ellos dirán sandeces de vez en cuando, y algunos dirán sandeces a todas horas”. Se refería a ese permanente afán de pronunciarse, de pontificar, de señalar el camino, de localizar a los enemigos, de proyectar paraísos, de dictar soluciones simples para problemas complejos, de pegarse a las abstracciones frente al desorden del presente. “Se trata de una forma de poder, y ésa es la razón de que resulte tan atractiva…”, escribe. Y termina acordándose de Montaigne: “Nadie está libre de decir sandeces. Lo penoso es cuando se dicen de forma memorable”.
Tony Judt. Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses 1944-1956. Traducción de Miguel Martínez-Lage. Taurus. Madrid, 2007 (Tony Judt, 1992). 434 páginas. 22 euros.
BIBLIOGRAFÍA
- La reconstruction du parti socialiste: 1921-1926. Presses de la Fondation nationale des sciences politique (1976)
- Socialism in Provence 1871-1914: A Study in the Origins of the Modern French Left (1979)
- Marxism and the French Left: Studies on Labour and Politics in France 1830-1982 (1990)
- Past Imperfect: French Intellectuals, 1944-1956 (1992)
- A Grand Illusion?: An Essay on Europe (1996)
- The Burden of Responsibility: Blum, Camus, Aron, and the French Twentieth Century (1998).
- Postwar: A History of Europe Since 1945 (2005)
- Reappraisals: Reflections on the Forgotten Twentieth Century (2008)
- Ill Fares the Land (2010)
- The Memory Chalet (2010)
- Thinking the Twentieth Century (2012), diálogo con Timothy Snyder.
OBRAS PUBLICADAS EN ESPAÑA
- 2006 - Postguerra, una Historia de Europa desde 1945, Taurus (2006)
- 2007 - Pasado imperfecto, los intelectuales franceses 1944-1956, Taurus (2007)
- 2008 - Sobre el olvidado siglo XX, Taurus (2008)
- 2010 - Algo va mal, Taurus (2010)
- 2010 - El refugio de la memoria, Taurus (2010)
- 2012 - Pensar el siglo XX, Taurus (2012) con Timothy Snyder
- 2013 - Un gran ilusión: Un ensayo sobre Europa, Taurus (2013)
- 2014 - El peso de la responsabilidad, Taurus
- 2015 - Cuando los hechos cambian, Taurus
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ResponderEliminar(By the way, it is not related to genetics or some secret exercise and really, EVERYTHING around "HOW" they are eating.)
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