viernes, 24 de abril de 2015

Fabio Martínez

Fabio Martínez
Foto de Bernardo Peña
DE OTROS MUNDOS
Fabio Martínez / El escritor y sus enfermedades

Fabio Martínez
(1955)

Fabio Martínez. Escritor y académico nacido en Colombia, 1955. Doctor en semiología de la UQAM (Montreal, Canadá). Algunos de sus libros publicados son: Fantasio (1992); El viajero y la memoria: un ensayo sobre la literatura de viaje en Colombia (2000); Pablo Baal y los hombres invisibles (2003); La búsqueda del paraíso. Biografía de Jorge Isaacs (2003); Club social Monterrey (2003); Del amor inconcluso (2006); Balboa, el polizón del Pacífico (2007); El fantasma de Íngrid Balanta (2008); Un habitante del séptimo cielo, (edición bilingüe, 2011), El tumbao de Beethoven (2012), El desmemoriado (2014) y Los viajes de la música (2015). 

Como antologista ha publicado los libros: Cuentos sin cuenta: antología de relatos de escritores de la generación del 50(2003) y Cali-grafías: la ciudad literaria (edición bilingüe, 2008) y el libro Carlos Arturo Truque. Valoracíón crítica. Compilación y prólogo de Fabio Martínez. Programa Editorial Universidad del Valle. Cali, Colombia (2014).





Ha recibido diversos premios literarios, como la Mención Especial en la Beca Ernesto Sábato (Cali, 1988); el Primer Premio de Ensayo Latinoamericano René Uribe Ferrer (Medellín, 1999), y Primer Premio Jorge Isaacs (Cali, 1999). Actualmente dirige el Programa de Literatura de la Universidad del Valle, Maestría en Estudios Ibero-americanos, Universidad de la Sorbona, París III. Doctorado en Semiología de la UQAM, Montreal, Canadá.

Por otra parte, durante las últimas décadas ha publicado artículos periodísticos y literarios en diferentes medios de prensa, entre los que se destacan El Espectador, el Magazine Dominical, el Boletín Bibliográfico y Cultural del Banco de la República, La Gaceta de El País, La Palabra; y en revistas virtuales como Letralia, Vericuetos, Aurora Boreal, Cronopios Mefisto, Con-fabulación, Ómnibus y el Centro Virtual Cervantes del Instituto Cervantes de Madrid. Actualmente es columnista habitual de El Tiempo.

Desde hace más de veinte años es profesor titular de la Universidad del Valle.

Fabio Martínez
Foto de Gonzalo Márquez

Fabio Martínez
El oficio de la escritura
Un largo destino íntimo

Texto leído en el evento: "Escritores en su tinta" programado por la Escuela de Estudios literarios de la Universidad del Valle, Cali, 10 abril 2015 |

Nací en la colina de San Antonio. En una casa blanca de ventanas y zócalos verdes. La casa tenía nueve piezas, una cocina y un patio interior, donde yo vivía en compañía de mis abuelos maternos, mi madre y siete tías. 

Don Agustín Martínez Sanabria, mi abuelo materno, perteneció a una familia de tipógrafos que fueron pioneros en la industria editorial de Cali. 

Mi tío Francisco tuvo la famosa Imprenta Martínez, ubicada en plena olla de la ciudad (Carrera 9ª con 16), y mi abuelo trabajó durante muchos años en la Imprenta Bolivariana, propiedad del padre Alfonso Zawadski, que estaba ubicada en la carrera cuarta, del barrio San Antonio, contigua a la casa donde don Jorge Isaacs escribió el último capítulo de su novela María. 

Si alguien me pregunta por mis influencias literarias, debo afirmar que ellas tienen su origen en aquella casa donde compartía con mis abuelos maternos y mis siete tías. 





Mi abuelo era un lector que tenía una biblioteca clásica, y llevaba a la casa cuanto libro o revista se imprimía en la imprenta. En medio de un país religioso y conservador era un hombre que se destacaba por sus ideales liberales. Fue él quien me enseñó a leer y escribir a la edad de cinco años, y a conocer algunos autores como Alejandro Dumas, Gabriela Mistral y Ruben Darío. Escritores que, si bien es cierto, no comprendía muy bien en aquellos años, dejaron un eco imborrable en mi memoria. 

Don Agustín tenía los sábados en la tarde, con sus amigos, una tertulia literaria, donde leían poesía en voz alta y se la pasaban, al calor de un aguardiente, hablando de literatura. Recuerdo a don Luis Chicaiza, quien tenía una voz grave y profunda, y era un excelente contador de historias. 

Aquella voz de don Luis me persiguió durante toda la vida. Cuando llegué a la adolescencia y tuve qué decidir sobre mi carrera profesional, dije, no sin cierta ingenuidad, que quería ser escritor. “En la universidad no se enseña a escribir; se enseña ingeniería, medicina o derecho”. Contestó mi madre. 

Mi infancia transcurrió feliz entre libros, escotes y los ligueros de mis tías, que siempre, cuando estaban acicalándose ante el espejo para ir a un baile o ir a tirar paso al Séptimo cielo, me pedían que las ayudara a vestirse. “Tía, ¿para dónde va?” Preguntaba atónito mientras les colaboraba a subir un cierre o poner un liguero. Ellas, jóvenes, bellas y seductoras, respondían: ¡Mijo, voy pa’vieja!.

Con su pasito tun-tun, mis tías se despedían de besito en la mejilla, y se alejaban dejando el eco de sus tacones resonando en toda la casa. 

Fabio Martínez con Oscar Collazos


La colina de San Antonio era perpendicular y todos los años reverdecía como el amor de los adolescentes. Los sábados en la tarde, la colina se convertía en una cancha de fútbol donde las galladas del barrio se reunían a jugar fútbol. La cancha era vertical. El lado de cada cancha se sorteaba con una moneda. El equipo que ganaba el cenit siempre llevaba la ventaja sobre su contendor; pues cuando el delantero se acercaba a la valla imaginaria, sólo le era necesario dar un taquito a la pelota para meterla en la portería. La bola traspasaba la zona de gol, y descendiendo por la carrera quinta, llegaba hasta la plaza de don Joaquín de Caycedo y Cuero. Mientras el recoge-bolas bajaba hasta el centro de la ciudad y recuperaba la pelota, el partido se suspendía. El equipo que le tocaba el lado inferior de la colina era el que más sufría pues para marcar un gol siempre tenía que desafiar la ley de gravedad. 

Cuando no había fútbol, jugábamos al coclí-coclí. Un rito de la infancia que consistía en que un niño, abrazado a un arbusto, se tapaba los ojos con sus manos, mientras los otros se iban a esconder. “Coclí coclí, al que lo vi lo vi, al que está detrás de mi, no juego más”. Cantaba el niño; apenas terminaba la canción, salía a buscar a sus compañeros de juego. 

En la colina, experimentamos nuestros primeros amores y nuestros primeros sufrimientos. En la noche, el cielo en la colina de San Antonio es de un color azul cobalto y está lleno de estrellas. Allí, después de una jornada, nos sentábamos en un banco de cemento a contemplar la ciudad y el valle del mundo. 

Guido Tamayo, Fabio Martínez y Antonio Correa en FILBO

Mi morada estaba situada en el camino que va de la casa del poeta Isaías Gamboa a la del novelista Jorge Isaacs. En la mitad del camino, entre las dos casas, se levantaba un frondoso palo de mango. Debajo de aquella sombra del mango, escuché por primera vez los cuentos de Buziraco, la Llorona de San Antonio y el relato del negro de la loma de la Cruz.

La colina de San Antonio era un microcosmos múltiple y variado: allí se encontraba el zapatero, el carnicero, el dentista, la modista, el panadero, la enfermera, el peluquero, el carpintero, el talabartero y el hacedor de macetas.

Por las calles empedradas se escuchaba cómo iba subiendo la flauta aguda del afilador de cuchillos; el voceador de periódicos que a todo pulmón gritaba “El País”, El Tiempo”, “El Espectador”. Y el pregón delicioso de las negras, que con sus platones de aluminio en la cabeza, trepaban por la colina, ofreciendo frutas, cocadas y pescado fresco. 





De los personajes del barrio, quizás el panadero, la enfermera y el hacedor de macetas eran los que tenían la mejor aceptación entre los niños. El panadero porque siempre que uno iba a comprar el pan del desayuno, le daba de ñapa, una cuca o un pandebono. La enfermera porque cuando un niño le reventaba la nariz a otro, ella lo curaba con sólo mirarlo a los ojos. El hacedor de macetas era el fabricante de dulces de azúcar, que tenían distintas formas y colores, y venían empotrados en un palo de maguey. Cada 29 de junio los padrinos acostumbran a regalarle a sus ahijados una maceta. 

El peluquero y el dentista eran crueles y tenían la reputación por el suelo. Mi madre siempre me llevó engañado a ese par de lugares. Voy a comprarte un juguete, me decía; cuando menos pensaba, estaba sentado en la silla de la peluquería frente a un hombre gordo y barrigón, que con tijeras en mano, comenzaba a cortarme el pelo sin ninguna consideración. 

En aquellos años, al contrario de los muchachos de hoy en día, deseábamos tener el pelo largo porque nos identificábamos profundamente con John Lennon y el CheGuevara. Las madres, quizás influenciadas por los soldados norteamericanos que iban a Vietnam, nos querían ver rapados y nos imponían el corte ‘Humberto’. Al final de la castrada, el peluquero nos regalaba un pirulí de consuelo. 





La ida a la dentistería era otro dolor. La madre nos llevaba engañados, y cuando menos pensábamos, estábamos sentados en una silla frente a un hombre de delantal blanco que con unas tenazas en la mano, nos obligaba a que abriéramos la boca. En aquellos años, la odontología, al no estar desarrollada técnicamente, no usaba anestesia, y por esta razón, toda escisión se sacaba con dolor. Después del forcejeo con el dentista, terminábamos agotados y con la boca roja. Como paliativo, la madre nos compraba una paleta en la heladería de la esquina. Pero todo no era dolor en la colina de San Antonio. También había momentos para el asombro y la tristeza. Recuerdo que en una tarde de agosto, un niño famélico comenzó a elevar su cometa. De pronto, vino un viento tan fuerte que sacudió al niño y se lo llevó por los aires. Desde la altura, el párvulo levantó su mano y nos dijo adiós. No lo volvimos a ver. Otro día, un carro de cervezas Bavaria se volteó y aplastó a un borracho que bajaba tambaleándose por la loma. Otro buen día, a una niña se la llevó el monstruo de los mangones.

En esos tiempos, el terror de los niños era el monstruo de los mangones. Un hombre oscuro y solapado que acostumbraba a llevarse a los infantes, los violaba, y luego, los mataba. 

Sobre la imagen del monstruo de los mangones existían varias leyendas. Unos decían que se trataba de un hombre que había sido contratado por un señor poderoso de la ciudad; al sufrir de leucemia, el señor tenía que alimentarse con la sangre de los niños. Era una versión tropical de la historia creada por el escritor británico Bram Stoker. Otros afirmaban que el monstruo de los mangones, era, en verdad, un ‘pájaro’ de la violencia; aquella figura siniestra que asoló el campo colombiano durante los años cincuenta. 





Desde la colina de San Antonio contemplaba la ciudad. Desde allí, podía apreciar la plaza de Cayzedo, la torre Mudéjar de San Francisco, la Ermita y el Hotel Alférez Real, que años más tarde fue destruido por la mano de un alcalde inescrupuloso. 

Allí, en aquella montaña mágica, transcurrió mi infancia. Luego, vino la adolescencia. Los años sesenta y setenta donde la ciudad vivió una época dorada en las artes y las letras. 

Fue el periodo de los festivales de arte dirigidos por Fanny Mickey; los montajes del TEC con Enrique Buenaventura a la cabeza; la creación del Museo de Arte la Tertulia bajo la dirección de Maritza Uribe de Urdinola y donde expusieron por primera vez, los artistas Pedro Alcántara, Óscar Múñoz y Ever Astudillo; y Ciudad Solar, fundada por Hernando Guerrero y Pakiko Ordóñez. 

Los años del Cine club San Fernando dirigido por Andrés Caicedo, donde cada sábado veíamos en la pantalla lo mejor de Buñuel, Truffaut y Fellini.

De aquellos años, hay tres acontecimientos que fueron claves en el proceso de mi formación literaria: El Congreso de escritores hispanoamericanos, dirigido por Gustavo Álvarez Gardeazábal, donde participaron los escritores Camilo José Cela, Juan Rulfo y Manuel Puig. 

Aquella tarde, Cela, como buen español, fue el más hablador. Puig, el más divertido. Rulfo, el más silencioso. Recuerdo que cuando Gardeazábal lo anunció ante el público, el autor de Pedro Páramo se había quedado dormido.

Aquella tarde, los jóvenes que habíamos decidido ser escritores, estuvimos allí, escuchando a los grandes escritores de las letras hispanoamericanas. 

Fabio Martínez con Ramón Illán Bacca

El segundo evento que me marcó fue la aparición en la ciudad de la revista cultural Estravagario del periódico El Pueblo, dirigido por Fernando Garavito. 

Estravagario fue un periódico literario que tenía un diseño moderno y sus viñetas, en blanco y negro, eran sugestivas. Allí se podía leer desde un texto de Albert Camus, hasta un cuento de Jorge Luis Borges. Pero también, allí se podían leer los escritos de María Mercedes Carranza, Roberto Burgos Cantor y Fernando Cruz Kronfly, que comenzaban a descollar como escritores.

Los jóvenes caleños que deseábamos ser escritores, esperábamos el domingo con ansiedad para recibir en la puerta de la casa, por parte del voceador de prensa, aquel manjar literario. 

El tercer acontecimiento fue mi paso como actor, durante cinco años, en el -Grupo de teatro experimental latinoamericano -GRUTELA- que dirigía Danilo Tenorio. El dramaturgo caleño venía del TEC y había dirigido excelentes obras como Guárdese bien cerrado en un lugar seco y fresco y Los papeles del Infierno. A su regreso del Festival de Nancy, en Francia, creó el grupo de teatro en el barrio San Antonio, que se hizo famoso por su montaje Túpac Amarú, 1780. Una obra que tenía la influencia del dramaturgo polaco Jerzy Grotowski.

Con esta pieza teatral estuvimos en el Primer Festival Internacional de Teatro en Manizales donde fueron jurados, entre otros, el poeta Pablo Neruda y Atahualpa del Chiopo, y recorrimos todo el país. 

Estos años hacen parte de mi educación sentimental y fueron claves en mi proceso de formación literaria donde no sólo los libros fueron mi compañía, sino también, la música, el teatro, y por supuesto, la ciudad que, en aquel momento, respiraba un aire de arte, civismo y progreso. 

Hoy, la montaña prodigiosa de San Antonio es un barrio de artistas y escritores. De pequeños restaurantes y tiendas de artesanías. De estudios de pintura y salas de teatro. 

Allí vivieron por muchos años los actores y actrices Jacqueline Vidal, María Eugenia González, Jorge Herrera y Diego Vélez. Allí vivió el director de cine Luis Ospina e hicieron su residencia el arquitecto Benjamín Barney y la fotógrafa Silvia Patiño. Allí nacieron los grupos: el Teatro Imaginario de Tenorio, La Máscara de Lucy Bolaños, El Globo de Jorge Vanegas y Cali- Teatro de Álvaro Arcos. 

Allí viven los músicos Liliana Montes y Gustavo Vivas y conservan sus talleres de pintura los maestros Labrada, Polo y Tello. Allí vive el ceramista Mauricio Pazán y la familia Otero (ésta última famosa por elaboración de las macetas). Allí pernoctaron durante años los escritores Germán Patiño, Octavio León, Leopoldo Berdella de la Espriella y Lucy Fabiola Tello, entre otros. 
Benhúr Sánchez, Fabio Martínez y Jorge Eliécer Pardo en FILBO

Luego, un buen día, pasó el periodo de la adolescencia, y entonces, hubo necesidad de abandonar la pequeña montaña mágica. Había llegado el momento decisivo de dejar la colina, alistar maletas y lanzarse a conocer el mundo. 

Como la imagen de la colina era tan fuerte y me perseguía, cada vez que llegaba a una nueva ciudad, escogía el barrio más alto. Cuando llegué a vivir a París, pernocté por un tiempo en la colina de Montmartre; en Barcelona viví en la colina del Tibidabo; en Montreal viví en Mont Royal; y en Bogotá, en la colina de la deshonra. 

La memoria es una colcha de recuerdos y olvidos. Mis recuerdos más profundos vienen de la loma de San Antonio, mi bella y dorada manzana de la infancia. Los lapsus y olvidos vienen de mis experiencias más recientes.

Si hoy, alguien me pregunta por mis primeras influencias literarias, no sabría decir qué fue primero: si el lenguaje de mi abuelo y el olor a tinta que emanaban sus manos; si el lenguaje de los árboles de la vieja colina de San Antonio o el lenguaje indescifrable y misterioso de las mujeres.




Libros publicados

Los viajes de la música. Música y poesía afroamericana. Ensayo. Colección Mirada ensayo, Editorial Nirada Malva, Granada, 2015
El desmemoriado. Novela. Colección Mirada narrativa, Editorial Mirada Malva, Madrid, 2014
El tumbao de Beethoven. Novela. Común Presencia Editores, Bogotá, 2012.
El escritor y la bailarina. Cuentos. Colección El Solar. Escuela de Estudios Literarios, Univalle, 2012.
Un habitante del séptimo cielo. Edición bilingüe. Novela. Univalle y Vericuetos de París, (1992), 2011.
El fantasma de Íngrid Balanta. Novela. Caza del libro y Pijao Editores, Ibagué, 2008.
Balboa, el polizón del Pacífico. Novela. Editorial Norma, Bogotá, 2007.
Del amor inconcluso. Minificciones. Común Presencia Editores, Bogotá, 2006.
Club social Monterrey. Novela. Editorial Facultad de Humanidades. Univalle, Cali, 2003. 
La búsqueda del paraíso. Biografía de Jorge Isaacs. Editorial Planeta, Bogotá, 2003.
Pablo Baal y los hombres invisibles. Novela. Univalle, Cali, 2003.
El viajero y la memoria. Un ensayo sobre la literatura de viaje en Colombia. Pontificia U. Bolivariana, Medellín, 2000.
Fantasio. Cuentos para bailadores. Editorial Universidad del valle, Cali, 1992. 

Como antologista y editor ha publicado los libros
Carlos Arturo Truque. Valoracíón crítica. Compilación y prólogo de Fabio Martínez. Programa Editorial Universidad del Valle. Cali, Colombia, 2014
Colección El Solar. Veinte libros de cuentos colombianos. Escuela de Estudios Literarios. Univalle, 2012
Cali-grafías. La ciudad literaria. Antología bilingüe. Univalle-Vericuetos Paris, 2004.
Cuentos sin cuenta. Antología de relatos de escritores colombianos. Programa Editorial Universidad del Valle, Cali, 2003

Distinciones
Mención Especial en la Beca Ernesto Sábato Cali, 1987.
Primer Premio de Ensayo latinoamericano René Uribe Ferrer, Medellín, 1999.
Primer Premio ‘Jorge Isaacs’, 1999.
Fue el Director fundador del periódico La Palabra.
En la actualidad es columnista de eltiempo.com




sábado, 4 de abril de 2015

Jaime Sabines

Jaime Sabines

(1926 - 1999)
(Tuxtla Gutiérrez, México, 1926 - Ciudad de México, 1999) Poeta mexicano. En el horizonte de la penúltima poesía mexicana, la figura de Jaime Sabines se levanta como un exponente de difícil clasificación. Alejado de las tendencias y los grupos intelectuales al uso, ajeno a cualquier capilla literaria, fue un creador solitario y desesperanzado cuyo camino se mantuvo al margen del que recorrían sus contemporáneos. Hay en su poesía un poso de amargura que se plasma en obras de un violento prosaísmo, expresado en un lenguaje cotidiano, vulgar casi, marcado por la concepción trágica del amor y por las angustias de la soledad. Su estilo, de una espontaneidad furiosa y gran brillantez, confiere a su poesía un poder de comunicación que se acerca, muchas veces, a lo conversacional, sin desdeñar el recurso a un humor directo y contundente.


Nacido en la localidad de Tuxtla Gutiérrez, capital del Estado de Chiapas, el 25 de marzo de 1926, tras sus primeros estudios, que realizó en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, se trasladó a Ciudad de México e ingresó en la Escuela Nacional de Medicina (1945), donde permaneció tres años antes de abandonar la carrera. Cursó luego estudios de lengua y literatura castellana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y fue becario especial del Centro Mexicano de Escritores, aunque no consiguió grado académico alguno.
En 1952 regresó a Chiapas; residió allí durante siete años, el primero de ellos consagrado a la política y los demás trabajando como vendedor de telas y confecciones. En 1959, tras conseguir el premio literario que otorgaba el Estado, Sabines comenzó a cultivar seriamente la literatura. Tal vez por influencia de su padre, el mayor Sabines, un militar a quien dedicó algunas de sus obras, y, pese al evidente pesimismo que toda su producción literaria respira, Jaime Sabines participó de nuevo y repetidas veces en la vida política nacional; en 1976 fue elegido diputado federal por Chiapas, su estado natal, cargo que ostentó hasta 1979. Y en 1988 se presentó y salió elegido de nuevo, pero esta vez por un distrito de la capital federal.
Compaginar esta actividad política, que parece exigir cierta disciplina ideológica y un proyecto colectivo de futuro, había de ser difícil para un hombre como el que nos revela sus escritos, autor de una obra marcada por el pesimismo y por una actitud descreída y paradójicamente confesional, imbuida de una concepción trágica del amor y transida por las angustias de la soledad. Su poesía se apartó del vigente "estado de cosas", se mantuvo al margen de las actividades y tendencias literarias, tal vez porque su dedicación profesional al comercio le permitió prescindir del mundillo y los ambientes literarios.


Su primer volumen de poesías, Horal, publicado en 1950, permitía ya adivinar las constantes de una obra que destaca por una intensa sinceridad, escéptica unas veces, expresionista otras, y cuya transmisión literaria se logra a costa incluso del equilibrio formal. No es difícil suponer así que la poesía de Sabines está destinada a ocupar en el panorama literario mexicano un lugar mucho mayor del que hasta hoy se le ha concedido, especialmente por su rechazo de lo "mágico", que ha informado la creación al uso en las últimas décadas, pero también por su emocionada y clara expresividad. Este rechazo se hace evidente en el volumen Recuento de poemas, publicado en 1962 y que reúne sus obras La señal (1951), Adán y Eva (1952),Tarumba (1956), Diario, semanario y poemas en prosa (1961) y algunos poemas que no habían sido todavía publicados.
En 1965, la compañía discográfica Voz Viva de México grabó un disco con algunos poemas de Sabines con la propia voz del autor. Sabines reforzó su figura de creador pesimista, su tristeza frente a la obsesiva presencia de la muerte; pero se advierte luego una suerte de reacción, aunque empapada en lúgubre filosofía, cuando canta al amor en Mal tiempo (1972), obra en la que esboza un "camino más activo y espléndido", fundamentado en el ejercicio de la pasividad; un camino que lo lleva a descubrir que "lo extraordinario, lo monstruosamente anormal es esta breve cosa que llamamos vida". Pese a una cierta reacción que lo aleja un poco de su primer y profundo pesimismo, sus versos repletos de símbolos que se encadenan sin solución de continuidad están transidos de una dolorosa angustia.
Con un estilo que no teme la vulgaridad ni rechaza las tradiciones, la sabrosa y cordial poesía de Sabines puede también tomar un mayor vuelo, como se puso de manifiesto en el ambicioso proyecto Algo sobre la muerte del mayor Sabines(1973), un poema casi narrativo en el que el padre del poeta se constituye en protagonista del mundo y de la vida. Vinieron luego Nuevo recuento de poemas(1977), otro volumen antológico que recoge el material anterior, y Poemas sueltos(1983). Todos estos textos, así como una segunda parte de Algo sobre la muerte del mayor Sabines, fueron recogidos en la edición de 1987 de Nuevo recuento.
Traducida a varias lenguas, su obra fue galardonada con varios premios como el de literatura otorgado por el gobierno del Estado de Chiapas (1959), el Xavier Villaurrutia, instituido en honor del gran escritor mexicano (1972) y el Elías Sourasky de 1982. En 1983 recibió el Premio Nacional de las Letras. Sus últimos años estuvieron marcados por una larga lucha contra el cáncer.
Los versos de Sabines son directos y transparentes, y aunque no desdeña el refinamiento de la poesía culta, su estilo se inclina más hacia lo conversacional. Ello le ganó el favor del gran público, que se hizo patente sobre todo durante las dos últimas décadas de su vida. El autor utiliza un lenguaje cotidiano y sin adornos para crear composiciones que se colocan más cerca de los sentimientos que de la razón. Poeta del diario vivir, contempla con perplejidad y desde la más rigurosa terrenalidad el fenómeno del amor y el absurdo de la muerte.
BIOGRAFÍAS Y VIDAS



Jaime Sabines 
Me hice poeta
Por Pilar Jiménez Trejo


El libro Jaime Sabines: apuntes para una biografía es resultado de varios años de conversaciones con el poeta chiapaneco, estas páginas no pretenden conformar una biografía; son apuntes, instantáneas y reflexiones sobre momentos cruciales de una vida centrada (o concentrada) en la poesía. Esta memoria del poeta, presentada en primera persona, aparece editada por Coneculta-Chiapas. Ofrecemos aquí algunos fragmentos que conforman el capítulo tres.





En secundaria y preparatoria me dio mucho por leer, acudí a infinidad de literatura pero la influencia mayor que he tenido fue a través de mi padre: su conocimiento de la literatura oriental me ayudó a llegar a las raíces de todo. Soy al mismo tiempo un poeta oriental y occidental porque mi poesía trata de hacer esa confluencia del pensamiento, de la idea mística y su razonamiento contemporáneo.

Mi familia fue siempre muy unida. Juan y Jorge no pudieron seguir estudiando más allá de la secundaria debido a la situación económica, y pronto tuvieron que comenzar a trabajar. Cuando terminé la primaria convencieron a mi papá para que yo continuara mis estudios hasta la universidad. Las buenas notas que había logrado en primero de secundaria, viviendo en Tapachula, tenían a todos contentos. Además de buenas calificaciones, también destaqué como pintor. Hice un cuadro en la secundaria tan bueno —al menos para ellos fue sensacional—, que lo mandaron enmarcar y lo colgaron en la casa; creo que hasta la fecha lo conserva una prima nuestra.

Juan era quien compraba los libros de filosofía y literatura universal que lograban conseguirse en Tuxtla. Y cuando yo tenía unos catorce o quince años él comenzó a comprar también obras fundamentales de Balzac, Victor Hugo, Tólstoi, Dostoievski, Alejandro Dumas y uno que otro autor estadounidense, pero sobre todo literatura francesa y rusa. Allí comencé a leer a Dostoievski, que me encantó. Por esos años también conocí a un autor que toda mi vida ha sido fundamental: Goethe, uno de los escritores a los que he vuelto y releído siempre; me parece extraordinario; su Fausto es impresionante.

Paralelamente en las clases de literatura de la secundaria nos enseñaban lo que había sido el romanticismo y el modernismo que inició el nicaragüense Rubén Darío y que se continuó en la poesía mexicana. Leí a Manuel Gutiérrez Nájera, Amado Nervo, Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Enrique González Martínez, que hizo la famosa frase con su poema “Tuércele el cuello al cisne”.

La única fuente de cultura en mi casa fueron los libros; no solíamos escuchar ópera, música clásica o cosas así. La cultura y mi formación intelectual vinieron únicamente a través de mi padre, los libros y la vida misma.

En esos años me dio mucho por leer filosofía; me gustaban autores como Nietzsche, me encantó Así habló Zaratustra, un texto agresivo y valiente de un gran escritor. También leí a Schopenhauer y su obra sobre el pesimismo filosófico: El mundo como voluntad y representación. Desde entonces me interesó la filosofía. Pero no los enredos de Kant, la metafísica kantiana o cosas así nunca lograron atraparme; leía unas cuantas páginas y se me caía el libro de las manos.

Me acuerdo que peleaba con un maestro al que le decían Moralitos, que era de San Cristóbal; a él le gustaba la filosofía y teníamos grandes discusiones sobre el tema porque le citaba frases completas de Zaratustra, y luego él ya no sabía qué contestar y se enojaba. Esas lecturas formaban parte del desliz de mi casa en los estudios. Juan ya leía mucho y nos pasaba los libros a mi mamá, a Jorge y a mí; le gustaba mucho la literatura rebelde como la de Nietzsche.

En el último año de la prepa conocí en Tuxtla a un muchacho que no era de Chiapas, se llamaba Francisco Rodríguez; había llegado allá para trabajar, había estudiado leyes en México y nos hicimos amigos. Él me enseñó a los autores españoles del 27 como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, León Felipe, Juan Ramón Jiménez y Miguel Hernández.

Me acuerdo que en El Estudiante, que costaba 20 centavos, se publicó lo que puedo llamar mi primera crítica literaria, escrita a los dieciocho años. Ahí se decía que yo era “un futuro gran valor de las letras chiapanecas”. Más tarde fui director de ese periódico y en la página poética hice una selección de los poetas españoles que me habían interesado, aquellos que me presentó mi amigo, incluidos Manuel y Antonio Machado. Eran entonces los poetas nuevos, y claro, muy buenos todos. Para mí el mejor, o con el que más simpatía tengo, con el que más me identifico, siempre ha sido Miguel Hernández.

Ahora todos esos poetas están en la vanguardia de la literatura universal. A Pablo Neruda lo conocí en el último año de preparatoria. Este amigo que viajaba con frecuencia a México me llevó a Tuxtla creo que Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Entonces Neruda era muy joven, nació en 1904, mas era ya conocido por este libro que lo lanzó a la fama y que publicó cuando apenas tenía diecinueve años; aún no era un poeta indispensable.

Empiezo a escribir poemas a los quince años para las chamacas, sin tomarlo en serio, porque cuando realmente considero que me hice poeta fue al venir a estudiar medicina a la Ciudad de México; ahí escribía a lo loco. Y fue cuando quise ser, y me hice, poeta.

Mi vida cambió enormemente en 1945 al estudiar en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, que estaba en Santo Domingo, en el centro de la ciudad. Ésta fue la mayor tragedia de mi vida. Mi maestro Cheo Palacios, que me había dado clases de botánica y biología en preparatoria, me había influido para que estudiara eso, me hizo creer que yo tenía aptitudes para ser un gran médico; era un alumno muy querido para él. En mi familia todos parecieron encantados, se hicieron los trámites y me mandaron a la ciudad. En realidad no era una carrera para mí. A esa edad uno no sabe bien lo que quiere; yo tenía un concepto muy romántico de la medicina, quería descubrir e investigar, y me di cuenta de que aquello era más cuestión de paciencia que de talento, había que estar años detrás de un microscopio para ver qué descubrías. La medicina me decepcionó, pero no podía salirme porque creía que mis padres deseaban tener un hijo médico. Ése fue mi conflicto: odiaba la escuela y una sensación física de rechazo me embargaba.

La Ciudad de México tendría unos tres millones de habitantes y Tuxtla apenas treinta mil. Volví a sentir la hostilidad y el anonimato que había vivido antes. Me acuerdo de que dos primos me fueron a esperar a la estación de ferrocarril de San Lázaro y todo aquello era un ambiente extraño para mí. Iban a comenzar las inscripciones en la Universidad, que en esos años estaba en Justo Sierra; era el mes de enero, hacía frío, venía de tierra caliente, odiaba el frío: ahí empecé a sufrir.

En la Universidad uno dejaba de ser Jaime y pasaba a ser un número de cuenta: 55096 era el mío, después de tantos años me acuerdo muy bien de él. Mi primera residencia al llegar a la ciudad fue en la esquina de San Ildefonso y El Carmen, ahí había una casa para estudiantes, era el mero barrio estudiantil y para mí algo provisional. Tenía que buscar un departamentito con algún amigo para poder vivir. Iba a la Facultad de Medicina, que estaba en la esquina del parque de Santo Domingo, ahí donde está la iglesia del mismo nombre, justo en lo que era el antiguo edificio de la Inquisición, que para mí siguió siéndolo los dos o tres años que estudié ahí. Años después, ya como museo, pusieron en ese edificio una exposición de aparatos de tortura. ¡Híjole!, qué bien le cayó el tema de la exposición a ese lugar. Fue una época muy mala para mí, todo me resultaba odioso. Sufrí tanto que aún ahora cuando paso frente al edificio de la Inquisición, me gustaría verlo demolido.

Ahí escribía poemas aunque no tengo ningún poema de esa época ni hay publicado nada de eso en mis libros. Pero es justo cuando vengo a estudiar medicina cuando me hago poeta de verdad: en la hoguera o, digamos, en las brasas. En esos tres años me hice poeta, con el dolor, la soledad y la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir de mis angustias, de mis penas, de mi tragedia personal. Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego. Pero sí agarré el oficio en esos años, porque escribía por necesidad. Tal vez conservo algunas de esas libretas en que hablaba a los “hombres del siglo xxi”, pero fue por la soledad, la amargura, el dolor de vivir en una ciudad hostil, por todo eso. Fue mi aprendizaje de la angustia.

Comencé a escribir en serio cuando sentí la agresión de la capital, la soledad. Lo primero fue lo hostil de la enorme Ciudad de México, y luego la hostilidad particular hacia mí en la escuela. Me hago poeta a fuerza por la necesidad a mis diecinueve años.




Jaime Sabines
Estoy metido en política
Estoy metido en política otra vez.
Sé que no sirvo para nada, pero me utilizanY me exhiben
«Poeta, de la familia mariposa-circense,atravesado por un alfiler, vitrina 5».
(Voy, con ustedes, a verme)



FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO 

JAIME SABINES AGRADECIDO CON 

SU PÚBLICO

En 1996, el poeta Jaime Sabines se levanta de su silla de ruedas para agradecer a los cientos de personas que habían acudido a escucharlo

GERARDO LAMMERS

Ante cientos de personas que celebran sus poemas, Jaime Sabines se levanta de su silla de ruedas para agradecer al público.

No es normal que en México —y en realidad en ninguna parte del mundo— un poeta reúna a multitudes. Menos aún que buena parte de la concurrencia se sepa de memoria sus poemas y se funda en una sola voz. Fue lo que ocurrió con Jaime Sabines aquella tarde de FIL. El salón donde se presentó el autor de Los amorosos estaba atiborrado.

Gente sentada en las alfombras, gente obstruyendo los pasillos. El típico caos que de cuando en cuando se repite cuando un autor famoso hace acto de presencia en la Feria.

El libro conmemorativo de los 20 años de la FIL lo consigna de esta forma: “El poeta chiapaneco, uno de los más leídos en México, asistió a la Feria enfermo. En el salón colmado de admiradores de su obra, que le pedían algunos poemas, los aplausos estallaron al término de su lectura y arreciaron cuando, conmovido, se levantó de su silla de ruedas para agradecer el caluroso homenaje espontáneo del público”.

También en esta edición apareció el apunte del periodista tapatío Francisco Arvizu: “El hecho de que Jaime Sabines llegara al lector culto, especializado, académico, como a la gente de la calle, fue verdaderamente un gran momento empático, sensible, de confluencia de sensibilidades. Ver que Sabines, con graves problemas de salud, era capaz de recitar sus poemas y que la gente los fuera siguiendo, fue un gran momento, comprobar que teníamos un gran poeta nacional, que era también popular, que abrevó tanto de las altas esferas de la cultura, como de lo inmediato, del cancionero popular”.

Aquella velada poética es recordada con devota alegría: “Todos alguna vez hemos estado enamorados y hemos leído algún poema de Sabines. Fue muy mágico oírlo, sentirlo, en aquella ocasión. Toda esa energía hizo que se pusiera de pie”, explica Margarita Sierra.





Jaime Sabines

Si sobrevives, canta

ÁNGELES MASTRETTA 16 AGO 2003

Aún guardo el encanto de la primera vez que lo vi. Guardo sus ojos claros, su risa iluminada.
Era un encuentro con mucha gente, en un jardín grande. Él estaba al fondo, bebiendo y conversando entre un grupo de hombres. Entonces yo tenía menos años y menos temor a mis emociones del que ahora tengo. Así que caminé hacia su cuerpo y me incliné hasta quedar a sus pies.
Con el pudor del que no acierta a entender la devoción que provoca, Jaime Sabines dijo cinco palabras que no olvido.
Cuando le pedí que me las regalara para ponerlas al principio de un cuento, sonrió como si le pidiera yo un pedazo de aire y me las regaló. Creo que nos hicimos amigos. Pero no sé. Temo que él me dijera:

"Como si él fuera un juglar y no el poeta sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras y las íbamos diciendo con él"

"Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos"
"Dentro de poco vas a ofrecer estas páginas a los desconocidos como si extendieras en la mano un manojo de yerbas que tú cortaste.
Dices que eres poeta porque no tienes el pudor necesario del silencio.
¡Bien te vaya ladrón, con lo que le robas a tu dolor y a tus amores! ¡A ver qué imagen haces de ti mismo con los pedazos que recoges de tu sombra!".
Volvíamos a encontrarnos cuando la vida lo permitía. Y siempre, pero siempre, algo me regalaba. Una vez me contó la historia de su madre, recién enamorada de su padre, llegando a dormir a un cuartel entre soldaderas estridentes y soldados maltrechos. Apenas hacía días, señorita de lujo y esmeros, amaneció enamorada en un catre de campaña entre dos cortinas, y escuchó sobre los gallos a una mujer gritarle al hombre con el que había dormido: "Oye, cabrón, quítame de aquí estos miados".
A ella la estremeció semejante lugar, pero lo había dejado todo para casarse con un libanés que huyendo de la guerra y la pobreza de su país llegó a México y se hizo a nuestra guerra hasta terminar convertido en jefe de un regimiento. No le quedaba más que seguirlo y ni tembló.
-¡Qué historia! -opiné como quien habla para sí.
-Te la regalo -dijo él-. Yo no escribo novelas.
Tiempo después, lo llamé para decirle que la usaría en un libro.
-Si es tuya -contestó sin más.
Jaime tuvo siempre trabajos para dar y repartir. Estudió medicina y vivió de todos modos, incluso como vendedor. Siempre, por sobre cualquier cosa, escribía de madrugada, fumando y haciéndose las preguntas que aún nos resuelve.
La siguiente vez que lo encontré fue en el teatro de Bellas Artes, bajo los claveles, una noche radiante y memorable.
Para entrar a verlo hicimos una fila larguísima, ordenada y en silencio. Cuando se abrió el telón y ahí estaba él, de pie, con sus setenta años de penas y sabiduría, con su perfecta sencillez a cuestas, con su valor entero, le aplaudimos hasta hacerlo decir:
"Éstos son aplausos que lo lastiman a uno".
Luego, sin más, se puso a leer y nos leyó todo cuanto pudo y le pedimos:
"Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo
de polvo y agua y viento...".
Como si él fuera un juglar y no el poeta sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras y las íbamos diciendo con él, adelantándonos a veces, igual que hacen algunos cuando rezan y otros cuando cantan.
Al terminar le aventamos flores gritándole hasta quedar en paz y dejarlo extenuado. No quiero nunca olvidar esa noche.
Al poco tiempo estuvo en el hospital. Fui a verlo. Mientras conversábamos quiso fumar a escondidas y me pidió que abriera la ventana. Lo habían puesto en un cuarto para él solo y lo cuidaban bien, por más que de tan poco sirviera.
-No quieren que fume. ¿Para qué disgustarlos? -dijo.
"¿Qué otra cosa sino este cuerpo soy alquilado a la muerte por unos cuantos años?
Cuerpo lleno de aire y de palabras. Sólo puente entre el cielo y la tierra".
Cuando mejoró comimos juntos en una casa con manzanas y música. Ya para entonces se había hecho de unos cigarros de plástico con sabor a limón que guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regaló uno y nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime había ido a Coahuila la semana anterior.
-Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de traérsela en el bolsillo -dijo.
Decía cosas así.
Otro día nos reunimos con varios amigos célebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si estuviéramos en una cantina y él tuviera veinte años y nadie supiera de su nombre y él no supiera de la fama y el nombre de los otros.
"¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!".
Leyó largo rato.
"¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras me dirás que te amo? Esto es urgente porque la eternidad se nos acaba".
Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien ve irse al fuego.
Yo no volví a verlo, pero dejé en el coche su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace cargo del volante, como de las riendas de un burro necio, empezó a declamar un desorden.
"Me hablas de cosas que sólo tu madrugada conoce, de formas que sólo tu sueño ha visto".
A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo Sabines, tomó de la mano la última noche de su vida y tras sonreír como nadie podrá volver a hacerlo, nos arrastró hasta la cubierta del barco en que viajábamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y al conjuro del rigor con que ella sabía desvelarse, como quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los días, nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oración mientras oíamos a Sabines. A él le hubiera gustado saber que ella eligió su voz para cursar por el último de los mil sueños que cruzó despierta. Yo no alcancé a contárselo.
Al poco tiempo fui a despedirme de él a su velorio lleno de gente desolada. Abracé a sus hijos como si fueran mis hermanos, besé la caja de madera que guardaba sus huesos y agradecí el privilegio de haberlo visto vivir en el mismo siglo que yo.
Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de nosotros con una naturalidad que resulta única. En México sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada más para sus ojos, para su exacta pena y su alegría. Por eso todos creemos que es más nuestro que de ningún otro. Y hemos oído a solas:
"Lo que soñaste anoche, lo que quieres, está tan cerca de tus manos, tan imposible como tu corazón, tan difícil como apretar tu corazón".
Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:
"Si sobrevives, si persistes, canta, sueña, emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama, apresúrate. El viento de las horas barre las calles, los caminos.
Los árboles esperan: tú no esperes. Éste es el tiempo de vivir, el único".

El brío de una voz directa

Jaime Sabines, poeta (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas 1926-México 1999). Licenciado en Lengua y Literatura Española por la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue diputado federal por el Estado de Chiapas (1976-1979) y diputado en el Congreso de la Unión. Premio Villaurrutia en 1973 y premio nacional de Literatura en 1983. Cultivó una poesía comunicativa y directa: Horal, La señal, Adán y Eva, Tarumba y Yuria.

EL PAÍS, 16 DE AGOSTO DE 2003










BIBLIOGRAFÍA

  • Horal (1950)
  • La señal (1951)
  • Adán y Eva (1952)
  • Tarumba (1956)
  • Diario semanario y poemas en prosa (1961)
  • Poemas sueltos (1951-1961)
  • Yuria (1967)
  • Tlatelolco (1968)
  • Maltiempo (1972)
  • Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973)
  • Otros poemas sueltos (1973-1994)
  • Nuevo recuento de poemas (1977)
  • Los amorosos: cartas a Chepita (2009).