lunes, 26 de febrero de 2018

Imre Kertész / Premio Nobel de Literatura 2002 / Un inconformista

Imre Kertész

Imre Kertész

PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2002
(1929 - 2016)
Escritor húngaro de origen judío, superviviente de los campos de exterminio nazis. Imre Kertész nació en Budapest en 1929, en el seno de una modesta familia judía asimilada (esto es, no practicante). Por razones cronológicas y geopolíticas, le tocaba vivir un destino judío, con todas las consecuencias que a la sazón esto conllevaba.
Él no había elegido nada de lo que luego inapelablemente se convirtió en su destino. «Yo había vivido un destino determinado; no era mi destino pero lo había vivido (medita el álter ego del autor en su novela Sin destino, cuando al volver del campo de concentración intenta entenderse con algunos supervivientes de su familia y de su vecindad). No comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora tendría que vivir con ese destino, tendría que relacionarlo con algo, conectarlo con algo, al fin y al cabo ya no bastaba con decir que había sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente no había ocurrido.» Por increíble que parezca, al futuro autor de estas meditaciones no le costó mucho conectar su infame experiencia con la realidad cotidiana de su nueva vida.
Imre Kertész

Su libro Sin destino, con cierto contenido autobiográfico, es para muchos la mejor novela sobre el Holocausto y una de las grandes obras de la literatura contemporánea. En el verano de 1944 el húngaro llegó a ser la lengua más hablada en Auschwitz. Casi medio millón de judíos magiares deportados de un mes a otro contribuyeron a esa mutación lingüística en el campo de exterminio más grande de la historia. Entre ellos se encontraba el adolescente Imre Kertész, un muchacho de apenas quince años. Exactamente como el protagonista de Sin destino, la primera novela que treinta años después escribiera el nuevo inquilino de Auschwitz.
El adolescente héroe de esa novela -y tal vez el mismo Kertész- pretendía ver siempre el lado positivo de la vida. Creía que llegaba a Alemania, y a trabajar. Lo tomaba como una aventura, algo forzada, que le permitiría conocer mundo y practicar la lengua. Porque hablaba un poco de alemán. Y eso le salvó la vida. Al menos, ese día.
En la estación de Auschwitz unos seres extraños en uniforme de preso y con la cabeza rapada subieron al vagón de mercancías para recoger las pertenencias de los recién llegados, y en un alemán estrafalario -que luego resultó ser yiddish, a la sazón la lengua materna de muchos judíos de Europa del Este- insistieron en que, en lugar de quince años, él tenía dieciséis. El joven no entendía nada y no les hacía caso. Pero cuando un poco más tarde, en una cola interminable, le tocó pasar delante de un oficial médico, que, casi sin mirarlos, les preguntaba la edad que tenían, por algún impulso misterioso él dijo que dieciséis. Sus compañeros, que no tuvieron esa iluminación o cuyo aspecto no convenció, fueron enviados directamente a las cámaras de gas.
Reclusión en libertad
Después de Auschwitz y Buchenwald, Kertész se encontró en medio de un nuevo horror. Para el recién instaurado régimen estalinista de Hungría, él era hijo de un pequeño burgués, un intelectual, un decadente. Volvió a ser un enemigo: del pueblo, del Estado, de la redentora ideología oficial. Pero al menos no querían aniquilarlo físicamente.
Sobrevivió a trancas y barrancas: terminó la escuela secundaria, empezó a trabajar como periodista, y cuando en 1950 lo despidieron, sólo encontró trabajo en una fábrica. El año siguiente le tocó el servicio militar y, cuando en 1953 se reincorporó a la vida civil, se dedicaba a escribir piezas cómicas para un cabaret, letras de canciones bailables, y, ya en los años sesenta, algunas veces ejercía incluso como una especie de publicidad, inventando guiones, eslóganes y gags para el tipo de anuncios que podía existir en un país comunista que empezaba a coquetear con el consumismo.
Finalmente, a partir de los años setenta, se forjó cierta reputación como traductor, entre otros, de Friedrich Nietzsche, Ludwig Wittgenstein, Sigmund Freud, Hugo von Hofmannsthal, Elias Canetti y Joseph Roth. Pero el hecho de que fuese un traductor apreciado por los redactores de algunas casas editoriales de Budapest no cambió su esencial condición de marginado. Y eso que para esas fechas, a mediados de los años setenta, ya había publicado su primera novela.
Trece años tardó en terminar Sin destino, que luego fue rechazada por una importante editorial con fama de abierta y liberal. Su director, un judío, tachó a Kertész casi de antisemita. Finalmente, Sin destino se editó en 1975, pero su publicación no causó ni el más leve cambio en la vida de su autor: no se produjo revelación alguna, no atrajo la atención de la crítica, ni tampoco tenía lectores. Sólo algunos años después, un pequeño grupo de intelectuales se enteró de la existencia de esta obra capital de la narrativa contemporánea.
Por lo demás, su vida seguía transcurriendo en el mismo restringido espacio social y físico. Respecto a esta última circunstancia, cabe señalar que durante treinta y cinco años Kertész vivió en un piso de 29 metros cuadrados. Allí escribió -por las noches y en la mesa de la cocina- sus tres grandes novelas. La primera fue Sin destino. La siguiente, El fracaso (1988), que reconstruye, en una estructura compleja y de manera no del todo realista, sus vivencias durante la época estalinista. La tercera, Kaddish por el hijo no nacido, es de 1990 y su título revierte el sentido de una oración judía que, en su variante más conocida, se reza en homenaje de los padres muertos.
Sólo cabe añadir a este desolador repaso de la trayectoria de Kertész la etapa que siguió a la caída del muro de Berlín. Se volvió más productivo: publicó el dietario Diario de galera (1992), los relatos La bandera británica (1991) y Acta notarial(1993), los ensayos incluidos en Un instante de silencio en el paredón (1998) y el híbrido Yo, otro. Crónica del cambio (1997).
También es cierto que en esa década poscomunista, los años noventa, Kertész estaba algo más presente en la vida cultural húngara y empezó a vivir, incluso, con cierta holgura, gracias a su tardío descubrimiento en el extranjero, principalmente en Alemania. Pero nada cambió en lo esencial: seguía siendo un autor desconocido para la mayoría de los lectores, y no reconocido -o, incluso, rechazado- por las autoridades culturales húngaras, que a menudo intentaron impedir su incipiente carrera internacional.
Por ejemplo, cuando los convocantes de un importante premio alemán decidieron distinguir a un autor húngaro, barajando, entre otros, el nombre de Kertész, al consultar a un responsable ministerial magiar, se encontraron con la respuesta de que Kertész no sería el autor idóneo para ese premio, puesto que en realidad no es húngaro, sino judío.
El valor del Holocausto
Después de Sin destino, Kertész no ha vuelto a tratar el Holocausto en su narrativa, al menos directamente. Será, en cambio, el tema recurrente de sus ensayos escritos en los años noventa. Su tesis central es que, acaso, el único mito válido de nuestro tiempo sea Auschwitz. Pocos han contribuido tanto y de manera tan radical a tener esta conciencia viva del Holocausto como este húngaro al que un día se le impuso un terrible destino ajeno. La concesión en 2002 del Premio Nobel de Literatura fue la compensación más esplendorosa por una larga vida de marginación y también el reconocimiento de las letras de una pequeña nación que no siempre pudo reconocer a su hijo, en este momento, más famoso.




 "Todo es ficción, el ser humano es ficción. Si contemplo mi vida, veo que me hago escritor cuando nada indicaba que lo fuera."
Imre Kertész

“La última posada”, el testamento literario de Imre Kertész Z”L, con su traductor Adan Kovacsics

“La última posada”, el testamento literario de Imre Kertész”, con su traductor Adan Kovacsics.

  “Un amigo con traje y panamá blancos esperando la llegada de nuestro tren en el andén”. Así nos dice Adan Kovacsics, el traductor e íntimo de Imre Kertész Z”L que permanecerá en su memoria siempre el Premio Nobel de 2002, al que hemos perdido recientemente. Este programa -que llega tarde a la sombra de la noticia de la muerte del genio húngaro, y pronto pues Acantilado acaba de publicar su libro póstumo La última posada quiere ser una homenaje a la figura literaria y humana de este autor que -señala Kovacsics- “tenía por supuesto mucho que decir, y tiene mucho que decir, seguirá siendo una lectura obligada para entender nuestro pasado más reciente,pero también nuestro presente y nuestro futuro inmediato. La suya es una obra en la que tenemos que hurgar necesariamente”.

Recordado para siempre no sólo por Sin destino, Kertész sobrevivió a Auschwitz y Buchenwald e intentó hacerlo a la desesperanza de ver cómo el ser humano no parece haber aprendido las lecciones de la Shoá. Ya muy enfermo, cuenta Adan Kovacsics, intentó “escribir una obra sobre la senectud, una novela inspirada en los cuadros postreros de William Turner o en los últimos cuartetos de Beethoven. La última posada plasma ese intento, el esfuerzo, las dudas y también el fracaso”.
Imre Kertész era cálido, un hombre, un amigo cálido, nos dice Kovacsics, quien escribió ante la noticia de su muerte:
“Hoy 31 de marzo de 2016, a las cuatro de la madrugada, falleció Imre Kertész, premio Nobel de Literatura 2002. Resulta imposible plasmar en pocas palabras todo el significado de la obra de este autor, uno de los más grandes de las letras húngaras del siglo XX y del actual. Como también es imposible describir en pocas líneas lo que ha significado como persona, como escritor y pensador, para su traductor al español. Los últimos años de Imre Kertész fueron de enorme dificultad, la enfermedad de Parkinson había hecho mella en su cuerpo, en su mente, en su alma, aunque él se aferraba a la vida y, en particular, a lo que había sido el contenido esencial de su vida, la literatura. En enero todavía estaba trabajando con su colaborador Zoltán Hafner en la recopilación de sus apuntes de los años noventa.
La obra de Kertész es esencial para comprender al ser humano del siglo XX y del actual. Cuando se publicó “Sin destino” en 1975, la novela pasó inadvertida. Inadvertida precisamente por la radicalidad de su visión, porque era intolerable, se alejaba de las grandes palabras, describía la expropiación del destino propio del individuo, su conversión en destino de masas, «el despojamiento de la sustancia más humana del hombre» en los campos de exterminio en particular y en el totalitarismo en general. En el célebre final de la novela, el protagonista, el adolescente judío Gyuri Köves, regresa a Budapest tras su paso por los campos y se topa con la incomprensión: su lenguaje no es el mismo, sus sentimientos no son los mismos, sus sensaciones no son las mismas que los de la gente que se ha quedado. Los tópicos con los que lo reciben no tienen nada que ver con su experiencia. Y él insiste en que sus palabras reflejen la experiencia. Lo mismo hará también Kertész en sus libros. Esa es la perspectiva existencial, iluminadora y aterradora de su obra. En “Fiasco”, el narrador se define como «un miembro modestamente aplicado, de comportamiento no siempre intachable, de la tácita conspiración urdida contra mi vida.»
Nuestra época, la del ser humano funcional y sustituible, la de la sociedad de masas y del Estado moderno, lleva implícita la posibilidad del totalitarismo y, por tanto, de Auschwitz. Y aquí se encuentra otro de los puntos que hacen de la obra de Kertész algo singular: la consideración del significado del Holocausto como mito universal y como cultura. En Diario de la galera escribe: «Auschwitz, y lo que forma parte de ello (¿y qué no forma parte de ello hoy en día?), es el trauma más grande del hombre europeo desde la cruz…». En los años noventa se percibía en sus escritos y ensayos cierta confianza en el influjo catártico de la experiencia del Holocausto, cierta confianza en Europa e incluso en que su país, Hungría, se acercara a las democracias de corte occidental. Confiaba en el mito de Auschwitz como eje ético para crear una nueva cultura europea y universal. No obstante, al mismo tiempo constataba que el fondo nada había ocurrido de verdad, seriamente, que hiciera imposible otro Holocausto en el futuro.
En estos días, Acantilado publicará en español el hasta ahora último libro de Imre Kertész. Se titula “La última posada”. Es el libro de su vejez. Su intención era escribir una obra sobre la senectud, una novela inspirada en los cuadros postreros de William Turner o en los últimos cuartetos de Beethoven. “La última posada” plasma ese intento, el esfuerzo, las dudas y también el fracaso. Se lo impidió, entre otras cosas, la enfermedad que fue creciendo, el Parkinson que se le diagnosticó hace más de quince años”.



Imre Kertész, un inconformista

Guadalupe Nettel
16 de mayo de 2016

Imre Kertész estuvo en un campo de concentración de los quince a los diecisiete años. Sin destino, su obra más importante, es la historia autobiográfica de un adolescente deportado por los nazis que recorre los campos de Auschwitz y Buchenwald. Para su enorme fortuna, un hombre mayor, un prisionero, lo tomó bajo su protección y le enseñó las reglas básicas de la sobrevivencia: aunque solo tengas un pedazo de pan, adminístralo y come tres veces al día; nunca dejes de asearte, pues la higiene otorga autoestima; jamás olvides que eres un ser humano. Las páginas de Sin destino son inusualmente ágiles, están impregnadas de una ligereza casi incongruente con la historia que nos cuenta, y hay un misterio que recorre la novela y que no se resuelve hasta las últimas páginas.

Kertész tardó diez años en escribir sus recuerdos. Al principio sintió una culpa anquilosante, parecida a la que motivó el suicidio de Primo Levi, y a la de tantos otros sobrevivientes, la culpa de seguir con vida mientras que otros murieron. “Acabamos por interiorizar la sentencia de muerte que teníamos encima. Yo vivo con el campo cada día de mi vida”, aseguraba. Y, aunque terminó por reponerse, nunca pudo permitirse la idea de dar la vida a otro ser humano. En Kaddish por el hijo no nacido explica largamente su imposibilidad de ser padre.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Hungría fue anexada al bloque socialista. El nazismo y el estalinismo constituían para Kertész dos caras de una misma moneda, y le permitieron encontrar su tema principal, es decir, la disección minuciosa de la actitud conformista, la inercia y la sumisión con que la mayoría de los seres humanos aceptamos lo inaceptable: “Yo he explicado cómo un solo policía rural se llevó a decenas y decenas de judíos al campo de exterminio. Todos obedecimos. A nadie se le ocurrió rebelarse. Cuando nos notificaron que a mi padre lo habían destinado al campo, ¿qué hicimos? ¡La familia lo despidió y le preparamos la maleta!” Aunque el escenario habitual de sus novelas eran los Estados totalitarios, esa reflexión puede extenderse al resto de la sociedad, particularmente en países donde el abuso de poder, la impunidad y la carencia de garantías individuales son moneda corriente. Es verdad que en la Alemania nazi hubo solo una revuelta de Sobibor, pero el hecho de que haya existido nos autoriza a apropiarnos de esa experiencia.

Así, el título de la primera novela de Imre Kertész sugiere que somos seres sin un destino determinado: “en cada minuto, en cada momento de la vida se pueden cambiar las cosas. El conformista que asume los hechos por absurdos que sean, y se adapta a ellos, pierde su libertad, porque se convierte, en mayor o menor grado, en víctima o en verdugo”. En las entrevistas procuraba dejar claro que para él todos tenemos la facultad de cambiar el curso de nuestra existencia, la libertad de ser felices a pesar de las circunstancias, incluso en un campo nazi. He ahí la clave de la ligereza que ilumina las páginas de su extraordinaria novela. “Siempre me ha tocado vivir el lado negativo de la vida, la tarea que me he impuesto ha sido transformar toda esa negatividad en creatividad.” Esa tarea, llevada a cabo con tenacidad y entereza, pero a la vez con una enorme humildad, influyó en el jurado que le otorgó el Premio Nobel en 2002.

En una autobiografía posterior llamada Dossier K., Imre Kertész aborda con un conmovedor sentido del humor, no exento de sabiduría, diferentes cuestiones de su vida, sus padres, sus amoríos, sus dilemas morales. “Mi vida no se reduce a haber subido a un autobús a los quince que me llevó a los campos de concentración.” La obra de Kertész tardó mucho tiempo en ser reconocida. Hungría no quería saber nada de su pasado nazi e ignoraba ese tipo de testimonios. Incluso después del Nobel volvió a sufrir, en su propio país, actos de violencia. Sus compatriotas antisemitas quemaron sus libros en la calle.

A pesar de lo que podría esperarse, la obra de Kertész no está animada ni por la amargura ni por el resentimiento. Para él, la Shoah “se trata de una crisis moral y espiritual de Occidente, el piélago donde se hundieron los valores que habían sustentado la civilización europea durante siglos”. Y no cesaba de advertirnos sobre esta cuestión aterradora: los campos no dejaron de existir porque la humanidad, tras reflexionar al respecto, se diera cuenta de que eran inaceptables, dejaron de existir porque los aliados ganaron la guerra y también tuvieron su versión soviética con el gulag. Aunque la descubrió muchos años después, porque sus libros estaban proscritos en la Hungría socialista, el autor de Sin destino encontró en la obra de Hannah Arendt un eco a su pensamiento, en particular en su teoría sobre la banalidad del mal. “Lo verdaderamente inexplicable no es el mal sino el bien”, decía Kertész.
La obra de Imre Kertész conoce a fondo al género humano con sus innumerables contradicciones y sus debilidades. Invita a responsabilizarnos de nuestro destino como individuos y como sociedad. Su invitación no es hija del reproche ni del rencor, sino de esa naturaleza inusualmente generosa que caracterizaba a este escritor. El pasado 31 de marzo murió un hombre imprescindible para nuestro tiempo, un autor cuyos libros habría que volver y volver a leer, hasta incorporar y hacer nuestras las preguntas actuales y pertinentes que nos plantea. 



BIBLIOGRAFÍA

  • Sorstalanság, 1975. Trad. Sin destino, Acantilado, Barcelona 2001; novela y en parte documento. (traducción de Judith Xantus y revisión de Adam Kovacsics) ISBN 84-95359-53-7
  • A nyomkereső: Két regény. Detektívtörténet, 1977. Trad. Un relato policiaco. El buscador de huellas, Acantilado, 2007.
  • A kudarc, 1988. Trad. Fiasco, Acantilado, 2003; novela.
  • Kaddis a meg nem született gyermekért, 1990. Trad. Kaddish por el hijo no nacido, Acantilado, 2002; relato-ensayo.
  • Az angol lobogó, 1991. Trad. La bandera inglesa, Acantilado, 2005 (novela).3
  • Gályanapló, 1992. Trad. Diario de la galera, Acantilado, 2004; diarios.
  • Jegyzőkönyv, 1993. Trad. Expediente. G. Gutenberg, 2005, novela.
  • Valaki más: a változás krónikája, 1997. Trad. Yo, otro; Crónica del cambio, Acantilado, 2002.
  • A gondolatnyi csend, amíg a kivégzőosztag újratölt, 1998. Trad. Un instante de silencio en el paredón, Herder, 2002; diez ensayos. (Incluye: A holocaust mint kultúra: három elöadás, conferencia de Viena sobre Améry, 1992; trad. El holocausto como cultura).
  • A száműzött nyelv, 2001. Trad. La lengua exiliada, Taurus, 2006.
  • Felszámolás, 2003.Trad. Liquidación, Alfaguara, 2004.
  • K. Dosszié, 2006. Trad. Dossier K, Acantilado, 2007.
  • Haldimann-levelek, 2009. Trad. Cartas a Eva Haldimann, Acantilado, 2012.
  • La última posada. Diario, Acantilado, 2016 (de próxima publicación)