martes, 17 de abril de 2018

Joy Laville / La dama que pintaba sueños

Joy Laville


JOY LAVILLE 
(1923 - 2018)

Helene Joy Laville Perren (Ryde, Inglaterra; 8 de septiembre de 1923​-Cuernavaca, Morelos; 13 de abril de 2018) fue una pintora y escultora inglesa nacionalizada mexicana. Se especializó en esculturas de bronce, serigrafía, óleo, pintura acrílica y grabados de aguafuerte.

Su infancia la pasó en la isla de Wight, en el canal de la Mancha, Inglaterra, lo cual se ve reflejado en su arte gracias a su paleta de colores y a la referencia frecuente al mar. Desde chica demostró interés por el arte y la pintura, pero interrumpió sus estudios debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial.3​ A los 21 años contrajo matrimonio con Kenneth Rowe, un artillero de la Fuerza Aérea Canadiense, con quien se fue a vivir a Canadá por nueve años y con quien tuvo a su hijo Trevor Rowe.​ Ella afirmaba que este matrimonio fue su manera de abandonar Inglaterra, que aún se recuperaba de la guerra.
Tras vivir en Canadá durante nueve años, en 1956 se trasladó a México junto con su hijo, quien entonces tenía cinco años.​ Se estableció en San Miguel de AllendeGuanajuato y ahí su amiga Carmen Mancip y su esposo James Hawkins fundaron la librería 'El colibrí' en 1959, en la cual se solían reunir algunos intelectuales y en la que Laville trabajaba. Hasta esa librería llegó Jorge Ibargüengoitia a buscar unos libros para dar un curso en la Universidad Americana y allí se conocieron.
Después de algún tiempo de vivir en pareja, se casaron en 1973 y vivieron en lugares como Inglaterra, Grecia y España.​ Tras casi veinte años juntos, Ibargüengoitia murió en un accidente aéreo cerca de Madrid, España en 1983. En ese momento residían en París y Laville decidió regresar a México, estableciéndose en Juitepec, cerca de CuernavacaMorelos, donde habitó hasta el día de su muerte.​ Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1986.

Joy Laville

TRAYECTORIA

Joy Laville no contó con una preparación artística formal, sólo con diversos cursos, entre el que se encuentra el del Instituto Allende en San Miguel de Allende, Guanajuato;​ lugar donde en un principio laboró como secretaria para pagar sus estudios. En su pintura ella afirmaba que su primera influencia fue James Pinto y el suizo nacionalizado mexicano Roger von Gunten, con quien también compartió durante su estancia en este pueblo guanajuatense.

Realizó las ilustraciones para las portadas de los libros de Jorge Ibargüengoitia.​ Realizó exposiciones individuales en Nueva York, Dallas, Washington D.C., Toronto, París, Barcelona y Londres.

Junto con Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Pedro Coronel y Francisco Toledo se le considera parte del grupo llamado la Generación de la Ruptura, aunque ella no se identificaba como tal.​ Algunas de sus obras se encuentran en el Museo de Arte de Dallas, National Museum of Women in the Arts en Washington D.C., en la Esso Oil de Canadá, en el Banco Nacional de México, en el Banco Nacional de Comercio, en el Museo de Arte Moderno, en el Museo José Luis Cuevas y en el Museo del Arzobispado de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.​

Una de sus últimas exposiciones, de nombre homónimo, se llevó a cabo en el Centro Cultural Jardín Borda en el año 2017. En ella mostró 130 obras, entre pinturas, grabado, cerámica y escultura.

​PREMIOS

Premio de Adquisición por el Palacio de Bellas Artes otorgado por Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), en 1966.
Medalla Bellas Artes en reconocimiento a su trayectoria artística, por el INBA en 2012.
Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes por la Secretaría de Eduación Pública en 2012.



PINTORA EN SU ISLA


Felicidades a Joy Laville, pintora anglo mexicana, Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012 (Bellas artes). Su esposo Jorge Ibargüengoitia, en algún lugar, sonríe.

Enrique Krauze
28 noviembre 2012

Look, stranger, at this island now
The leaping light for your delight discovers,
Stand stable here
And silent be,
That through the channels of the ear
May wander like a river
The swaying sound of the sea.

W. H. Auden: On this Island


Una niña hace castillos de arena en la playa de su lugar natal, la Isla de Wright, situada al sur de la isla madre: Inglaterra. Lleva puesto un sombrero de tela floreada, inmenso y algo cómico, y sonríe feliz ante la cámara. Al fondo se extiende la playa inmensa recortada por un mar de metal. Las  personas son detalles aislados, lejanos, inmóviles: cactus en el desierto. El horizonte es una  superficie de colores yuxtapuestos, perfiles suaves, mantos de cielo y arena que terminan o empiezan en el mar. Cualquier punto es el centro de una esfera de luz y claridad. El paisaje se escapa por los cuatro costados. Desde el piso superior de la hermosa residencia de su madre en Southsea, la niña revive la imagen de un famoso pintor de Wright:
From a window he could watch the voice of the long sea-wave as it swelled now and then in the dim-gray dawn.
Los paisajes que conocería después tendrían que homologarse a aquel paisaje original. Siempre prefirió el verde que se despliega libremente en las colinas, a los verdes presos en los cuidadosos jardines de la campiña.
Su infancia y juventud habían sido tan solares como su nombre: Joy. Al finalizar la guerra, casada con un oficial de la Fuerza Aérea Canadiense, se mudó a British Columbia. Por un tiempo desapareció el “joy” natural de Joy y, con él, el gusto por el paisaje. Necesitaba recobrarlo, pero no quiso volver a Inglaterra. Se enteró de México como es bueno enterarse: por la literatura y la leyenda, no por las oficinas de turismo. Había leído la jornada infernal de Malcolm Lowry por el paraíso de Cuernavaca (“¿Le gusta ese jardín, que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”). Sabía también, gracias a la Marquesa Calderón de la Barca, que para el mexicano la cortesía puede ser una liturgia. Como Lawrence, como tantos otros artistas europeos, sintió el imán de México y se dejó atraer. A los 33 años se mudó con su hijo a San Miguel Allende.
Había visitado  varios países, pero México le parecía “el más bello que había conocido”. Joy definía nuestro paisaje con una palabra intraducible: “lush”. Era un paisaje suculento, jugoso, fresco. Un paisaje frutal. Frente a él, Joy recuperó su ventana múltiple y la enriqueció con vistas sorprendentes al desierto y la selva, a valles y montañas, pero sobre todo a los mares y las playas. México no era una isla sino muchas, un país-península que había que recorrer lentamente y pintar por un proceso no de copiado sino de impregnación.
“Los cuadros de Joy –escribió un admirador- no son simbólicos, ni alegóricos, ni realistas. Son enigmas que no es necesario resolver, pero que es interesante percibir. El mundo que representan no es angustioso, sino alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico. Es el mundo de una artista que esta en buenas relaciones con la naturaleza”. Este admirador –Jorge Ibargüengoitia- era también alegre, ligeramente melancólico, un poco cómico y quizá hasta sensual. “Su humor –recuerda Joy- era espontáneo, todo en él era así”. Lo más natural es que entablaran buenas relaciones entre sí y se casaran. “Una de las cosas que faltaron en nuestro matrimonio –escribiría Ibargüengoitia- fue el elemento sorpresa. Nunca, ni por un momento, me he dicho: ¿quién hubiera dicho que esta mujer fuera con el tiempo a convertirse en mis esposa?”.
Con Jorge, Joy recorrió y retuvo las costas de México. En la serie de cuadros con paisajes de las costas de Jalisco, Jorge encontraría lo que no había sido “más que un borrón azul y verde: el mar lechoso de las mañanas, el azul intenso del mediodía, las formas de las palmeras, el color de las diferentes tierras, la apariencia de las lagunas interiores, los cerros negruzcos en el amanecer”. Luego, ya en la ciudad, siguió una época en que todas las mañanas,  al despertar, Jorge vio “una costa lejana, un mar tranquilo, el lecho seco de un río, dunas, unas palmeras”. La quieta atmosfera de la Isla de Wright se había impregnado de temas mexicanos. Como en un viaje hacia el centro de sí misma, Joy comenzaba imprimiendo colores fuertes a sus telas pero la violencia mexicana cedía poco a poco a la serenidad del fondo. Los tonos se diluyen y rebajan hasta que son menos fuertes, hasta lograr su objeto final: una armonía.
An isle under Ionian skies Beautiful as a wreck of Paradise
En los años sesenta, durante los cuatro meses que vivieron en Hydra, Joy y Jorge confirmaron el verso de Shelley. La casa era una isla: veía al mar, al valle, al pueblo y las montañas que dibujaban un perfil sinuoso “como cresta de dinosaurio”. Jorge se divertía utilizando los binoculares –hasta que encontró a un hombre que lo veía con binoculares. Joy pasaba horas en la veranda que miraba al valle. Por la ventana abierta en uno de los cuartos entraba la luz  e imponía suave, dulcemente un orden a las cosas. Luego, por la misma ventana, se escapaba y disolvía en espacios remotos, inalcanzables. En un cuadro que recuerdas esos días –los cuadros de Joy, como los sueños, no parten de apuntes sino de recuerdos- en una figura reposa en un interior. Los objetos descansan con ella, son parte orgánica del paisaje: valles en una sala, sillas que se tienden a meditar, floreros plantados como palmeras en un rincón. En sus telas las figuras humanas aparecen casi siempre desnudas, en “buenas relaciones con la naturaleza”: reclinadas, sentadas, caminando. A veces leen o nadan, duermen o contemplan el paisaje del que también forman parte. Nos invitan a acercarnos a la ventana, a compartir la quietud. A veces solo están y esperan.
Llegaría el momento en que Joy se pintaría a sí misma esperando a Jorge. Su falda es azul como el cielo en que cruza un pájaro gris con ala blanca como el color del gato que descansa en su regazo. No regresaría. Impregnada de lo esencial en Jorge –su corpachón contrastando con su cabeza, su sonrisa melancólica, el cocodrilo Lacoste en sus camisas, su figura ligeramente encorvada, su ritmo pausado, lento, su gusto por caminar, por contemplar-, Joy lo evocó mil veces hasta depositarlo en una pequeña barca en el río. los colores risueños no han cambiado. En este costado del río hay dos árboles unidos. El hombre está por llegar a la rivera opuesta. Ha dejado la zona más oscura y violenta del río. La cortina de bruma lo protege y le ayuda. Esta solo, pero lo espera una comitiva de palmeras y una playa del color de su mujer: “Vivo hace años con una mujer lila”.
Aunque Jorge “llevaba el sol adentro”, no se llevó el sol consigo. Joy siguió pintando y sonriendo. Es suave y dulce como una mujer frutal. Desde hace años vive bajo el volván, en Cuernavaca, pero en sus sueños y en los cuadros que los recogen, no hay barrancas ni bocas infernales ni siquiera un deteriorado jardín a punto de que los niños lo destruyan. Hay una extraordinaria paz de alma. Es la isla de sol que lleva adentro.

Semanario del Novedades, 8 septiembre 1988

LETRAS LIBRES



La dama pinta sueños

LA DAMA PINTA SUEÑOS

Jorge F. Hernández
04 noviembre 2015





Como quien mira a la Tierra desde muy lejos, predomina el azul en todos sus tonos. Los ocres se diluyen como si fueran conversaciones que es mejor guardar en el olvido y, de pronto, una efervescencia de diferentes verdes te recuerdan que también somos árboles. Se van diluyendo las formas como una sutil confirmación de la melancolía, no exenta de nostalgia, que se esconde en las biografías de todos los personajes que parecen moverse con solo mirarlos. Son sueños. Sueños compartidos que uno desconocía haber proyectado en un lienzo y que llegaron hasta allí por obra y gracia de una maga que –al revelar todos los días los trazos más íntimos de su alma– ha logrado conjugarse con quien se atreve a mirar sus cuadros. La dama pinta sueños.

H. Joy Laville empezó a pintar ya siendo madre de un niño de cinco años y habiendo dejado toda una biografía en los bosques más profundos de Canadá. Llegó a México por pura agua del azar y queda en secreto la tarde anónima en la que descendió de un tren en la estación de San Miguel de Allende, tres escalones a la nada. Pocos días después la rara mujer inglesa que jamás ha tenido que preocuparse por hablar en español o en inglés ya tomaba cursos de pintura en talleres del pueblo y se ofrecía como chelista para un quinteto de cuerdas que de vez en cuando se quedaba en cuarteto.

La vida se fue desenrollando con trazos al óleo y ese material acrílico que es invento de México, con los horarios de las escuelas de su hijo Trevor y con el día en que cambió el mundo para siempre: el día en que vio cruzar la plaza de San Miguel de Allende a un hombre que firmaba sus párrafos como Jorge Ibargüengoitia. Todo eso es preámbulo para una biografía compartida que merece redactarse con el mismo sosiego con el que Joy toma su aperitivo de tequilas todos los días, a la misma hora, pero sirve aquí como telón para intentar celebrar su más reciente antología visual.

Sucede que a Joy Laville no le gustan del todo las exposiciones o, por lo menos, en tiempos recientes reniega de esos escaparates públicos donde sus cuadros corren el riesgo de ser grafiteados por niños traviesos o del todo incomprendidos por damas sofisticadas que se creen sabihondas. No le gustan del todo, pero llegados los días de estreno parece la niña que jamás ha dejado de sacarle punta a sus lápices de colores, la niña que se volvió mujer con el uniforme azul de la Royal Air Force que portó durante la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra y todas las calles de su infancia en Isla de Wight, allí donde muchos hombres siguen soñando con el mar y donde no se necesita mucha imaginación para confirmar que hay por lo menos una vieja taberna que podría llamarse la posada del Almirante Benbow. La taberna donde Jim Hawkins limpiaba mesas sin saber que vivía no más que los primeros párrafos de una novela de piratas que habría de llevarlo a las más lejanas playas, colores pastel, palmeras que languidecen sobre el lienzo y se diluyen en el agua de los ojos de quien las contempla. Telas extendidas por donde un horizonte íntimo es una raya azul que atrapa la vista de una mujer desnuda recostada sobre un diván.

A lo lejos, vuela un avión que no tiene más simbolismo que la dulzura de su forma, un caramelo informe en medio del otro azul, el de los cielos que contrastan con todos los colores de las flores que pinta Joy en jarrones inmóviles. Son paisajes donde una conclusión psicoanalítica y necia podría argumentar que estamos ante la clonación constante de un solo autorretrato, como si solo fuera Joy la que se pinta a sí misma, cuando en realidad estamos ante un simple juego de palabras: cada cuadro que pinta esta dama que pinta sueños infunde no más que joy, que no necesariamente es sinónimo de happiness. No es el júbilo vano de la euforia ni la elación irracional de la ebriedad, sino una serena alegría, que habla en voz baja y se queda en la memoria como canción de cuna. Es la encarnación de saudade, esa feliz tristeza o dulce melancolía de quien habla con el vacío, habita el tiempo y se queda sonriente, de pie ante el lienzo que una vez más ha de poblarse de palmeras en medio de un plano vacío; mejor aún, es la encarnación de diversas mujeres, todas una, esa que sabe –como toda mujer– que hay un instante en su vida en que es nada menos que la mujer más bella del mundo, así esté sola contemplando la inmensidad de una habitación o el minúsculo paisaje de un reino que fue suyo. Es la mujer que abre los brazos en la portada de una novela de Ibargüengoitia y la musa que provoca que oscile cualquier espectador frente a su majestad, porque son cuadros de música, pintura de partitura íntima e improvisación colectiva donde cada quien que lo mire canta el son o escucha la sinfonía que prefiera. Es la mujer que se queda en silencio y el murmullo de todas las palabras que alguien susurró en la madrugada... Ciento doce piezas, óleos, acrílicos, pasteles y esa mujer de bronce que se puede quedar absorta mirando ya para siempre la enciclopedia de un muro vacío. Son una muestra del inmenso universo de Joy, la mujer que sonríe con la mirada y recita de memoria las rimas de su infancia, de un ayer entero que se ha quedado tatuado en su piel. Una muestra que de lejos parece azul, como la belleza que transpira verla de pie frente al caballete, o escuchar en voz alta las sílabas de su apellido, la H. de su nombre, como enigma que precede a Joy como para provocar que todas las iniciales de un alfabeto público se inclinen ante el imperio indoblegable del arte que lleva en la mirada la mujer que pinta sueños.
LETRAS LIBRES 



Una promesa de felicidad de Joy Laville. Conaculta, 2014

Las piezas que integran este libro provienen, más que de una selección con un discurso racional, de un mosaico de estados anímicos de una artista que pinta diariamente alrededor de ocho horas.
“Es una mujer avocada a su trabajo, cuyo universo es el color, así como las sensaciones, la delicadeza y el sueño”, comenta Ortiz Monasterio. Al observar sus piezas se encuentran paisajes iluminados, habitaciones con flores y parejas en toques pastel.
El poeta Alberto Blanco propuso realizar este ejemplar, por lo que es él quien realiza el texto introductorio sobre la obra de la pintora inglesa.


viernes, 13 de abril de 2018

Sergio Pitol / Viajero de sí mismo


FICCIONES


Sergio Pitol

Premio Cervantes 2005


(1933 - 2018)
Sergio Pitol Deméneghi (Puebla, 18 de marzo de 1933-Xalapa, 12 de abril de 2018) fue un escritor, traductor y diplomático mexicano. Su vocación lo volcó hacia la promoción de los derechos humanos en México y al cuestionamiento de orientaciones políticas que coloquen al ser humano por debajo de la razón de Estado. Falleció el 12 de abril de 2018, a los 85 años, por complicaciones de una afasia progresiva que lo acompañaba desde hacía varios años.
«Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas.»
El arte de la fuga, Sergio Pitol
Sergio Pitol nació el 18 de marzo de 1933 en Puebla, pero desde los cuatro años se trasladó al ingenio veracruzano El Potrero, tras la muerte de su padre. Al poco tiempo, cuando tenía cinco años, su madre murió ahogada en el río Atoyac.​ Huérfano, creció en una casa grande en este pequeño pueblo de menos de tres mil habitantes. Así lo describe él mismo en su discurso elaborado para el Premio Cervantes:​
«Un nombre, tan distante a la elegancia: Potrero. Era un ingenio de azúcar rodeado de cañaverales, palmas y gigantescos árboles de mangos, donde se acercaban animales salvajes. Potrero estaba dividido en dos secciones, una de unas quince o diecisiete casas, habitadas por ingleses, americanos y unos cuantos mexicanos. Había un restaurante chino, un club donde las damas jugaban a las cartas un día por semana, una biblioteca de libros ingleses y una cancha de tenis.»
Pasó su infancia rodeado de adultos que expresaban en sus conversaciones una gran nostalgia por el mundo anterior a la Revolución, un mundo destruido del que guardaban recuerdos contradictorios: tan pronto evocaban las virtudes de aquel paraíso perdido como se quejaban por las miserias y calamidades que habían pasado en aquella época. Fueron precisamente esas experiencias las que influyeron notablemente en la creación de sus primeros cuentos, los de Tiempo cercado e Infierno de todos, que no son más que «el resultado de un ejercicio de limpieza, una vía de escape de ese mundo asfixiado, enfermo, con tufo a lugares oscuros, cerrados y aislados«, como él mismo afirmó en una entrevista de 1989.
Durante varios años estuvo enfermo de paludismo, lo que le obligó a recluirse en casa, tiempo que aprovechó para entregarse a la lectura: comenzó con VerneStevensonDickens, y a los doce años ya había terminado Guerra y paz. A los diecisiete años, ya estaba familiarizado con Marcel ProustFaulknerThomas MannVirginia WoolfKafkaNerudaBorges, los poetas del grupo L Contemporáneos, mexicanos, los de la generación del 27 y los clásicos españoles. Todos los veranos solía ir con su abuela y su hermano a un balneario a tomar aguas minerales, aunque nunca llegó a experimentar una gran mejoría. Fue su abuela una figura importante en su vida, pues además de hacerse cargo de su educación, le sirvió de modelo y referente a la hora de iniciarse en la literatura, ya que pasaba la mayor parte del día leyendo novelas, sobre todo las de Tolstoi, su autor preferido.


A los dieciséis años, llegó a la Ciudad de México para estudiar en la universidad, y encontró su vocación verdadera, su camino hacia la literatura, en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, influyéndole notablemente su maestro don Manuel Martínez Pedroso, catedrático de Teoría del Estado y Derecho internacional. Dijo de él: «Don Manuel fue una de las personas más sabias que he conocido.»
Se licenció en derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, y fue titular de esa carrera en su alma máter, en la Universidad Veracruzana de Xalapa y en la Universidad de Brístol. Fue miembro del Servicio Exterior Mexicano desde 1960, para el que trabajó como agregado cultural en ParísVarsoviaBudapestMoscú y Praga. Su paso por Moscú6​ afianzó en él su afición por la literatura rusa en general y por Antón Chéjov en particular.
Además, residió en RomaPekín y Barcelona por motivos de estudio y trabajo. En esta última ciudad, vivió entre 1969 y 1972, y allí tradujo para varias editoriales, entre ellas Seix BarralTusquets y Anagrama (la cual publica sus obras en España). Vivió desde 1993 hasta su muerte en Xalapa, capital del estado mexicano de Veracruz.
Pitol fue también conocido por sus traducciones al español de novelas de autores clásicos en lengua inglesa, como Jane AustenJoseph ConradLewis Carroll y Henry James, entre otros.
Empezó a publicar en la madurez (No hay tal lugar, 1967). «Me inicié con el cuento y durante quince años seguí escribiéndolos. En el cuento hice mi aprendizaje. Tardé mucho en sentirme seguro.»​ Escribió una decena de libros antes de El arte de la fuga (1996), donde hizo un notable balance de su trayectoria y creó un género narrativo-memorialístico muy personal. La difusión masiva de su obra fue tardía.
El 23 de enero de 1997, fue elegido miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua.


OBRA

Dentro de su obra narrativa, se pueden destacar dos etapas: 

PRIMERA ETAPA
Iniciada con sus primeros cuentos, los de Tiempo cercado e Infierno de todos, marcada por tintes nostálgicos y un tanto negativos, definida por él mismo como un intento de escapar de un mundo asfixiado y enfermo. En el período en el que escribió estos cuentos se entregó a la lectura de William Faulkner, puesto que en sus novelas encontró un mundo con el que se sentía claramente identificado: el de los terratenientes del sur de Estados Unidos después de la Guerra Civil, gente que vivía en grandes casas, que padecía enfermedades de todo tipo y vivía arruinada, sin lograr adaptarse al mundo contemporáneo. Un mundo lleno de niños que nacieron después del desastre: niños huérfanos, enfermos, amedrentados.

SEGUNDA ETAPA

La segunda etapa se conoce como la de los viajes, donde el protagonista es una especie de peregrino laico, un joven ansioso por descubrir los misterios de la naturaleza humana. En esta etapa Sergio Pitol se centra en ahondar en la psicología de los personajes, (la mayoría mexicanos) planteándose algunos dilemas morales. Un ejemplo característico sería el relato Cuerpo presente, con el que precisamente se inició la segunda etapa. En ella, hace un registro de los personajes y lugares que fue conociendo, aunque utilizara el lugar solamente como marco escénico.



OBRAS PUBLICADAS

LIBROS DE CUENTOS
  • Tiempo cercado1959
  • Infierno de todos1971
  • No hay tal lugar1967
  • Del encuentro nupcial, 1970
  • Nocturno de Bujara, 1981, reeditado por Anagrama como Vals de Mefisto, 1984, incluye: "Mephisto-Waltzer", "El relato veneciano de Billie Upward", "Asimetría", "Nocturno de Bujara"
  • Cementerio de tordos1982
  • Cuerpo presente, 1990
  • Un largo viaje, 1999

NOVELA
  • El tañido de una flauta1972
  • El desfile del amor, 1984
  • Juegos florales1985
  • Domar a la divina garza1988
  • La vida conyugal1991, adaptada al cine

ENSAYO

  • Los climas1972
  • De Jane Austen a Virginia Woolf : seis novelistas en sus textos, 1975
  • La casa de la tribu, 1989
  • Juan Soriano: el perpetuo rebelde, 1993
  • Adicción a los ingleses: vida y obra de diez novelistas, 2002
  • De la realidad a la literatura, 2003
  • El tercer personaje, ensayos, 2013

MEMORIA
  • El arte de la fuga1996
  • Pasión por la trama, 1998
  • El viaje2000
  • El mago de Viena2005
  • Una autobiografía soterrada2010
  • Memoria: 1933-1966, 2011

SELECCIONES, RECOPILACIONES Y ANTOLOGÍAS

  • Asimetría: antología personal1980
  • El relato veneciano de Billie Upward, Monteávila, 1992
  • Soñar la realidad: una antología personal, RHM, 1998
  • Todos los cuentos, Alfaguara, 1998
  • Tríptico de carnaval, Anagrama, 1999, contiene El desfile del amorDomar a la divina garzaLa vida conyugal
  • Todo está en todas las cosas, Lom, Era, 2000
  • Los cuentos de una vida, Debate, 2002
  • Obras reunidas II, FCE, 2003, contiene El desfile del amorDomar a la divina garzaLa vida conyugal
  • Obras reunidas III: cuentos y relatos, FCE, 2004
  • El oscuro hermano gemelo y otros relatos, Norma, 2004
  • Obras reunidas IV: escritos autobiográficos, FCE, 2006
  • Los mejores cuentos, Anagrama, 2006
  • Trilogía de la memoria, Anagrama, 2007, agrupa El arte de la fugaEl viaje y El mago de Viena
  • Icaro, 2007
  • La patria del lenguaje lecturas y escrituras latinoamericanas, Corregidor, 2013

TRADUCCIONES

DEL CHINO
  • Diario de un loco, Lu Hsun, Tusquets, 1971

DEL INGLÉS

  • Nuevas metas de la dirección, William B. Given, Herrero, 1960
  • Dirección ejecutiva del personal : cómo obtener mejores resultados de la gente, Edward Schleh, Herrero, 1960
  • Relaciones humanas venturosas, principios y práctica en el negocio, en el hogar y en el gobierno, William J. Reilly, Herrero, 1961
  • El socialismo en la era nuclear, John Eaton, Era, 1968
  • El buen soldadoFord Madox Ford, Planeta, 1971
  • La cultura moderna en América Latina, Jean Franco, Joaquin Mortiz, 1971
  • Adiós a todo esoRobert Graves, Seix Barral, 1971
  • La vuelta de tuercaHenry James, Salvat, 1971
  • EmmaJane Austen, Salvat, 1972
  • El corazón de las tinieblasJoseph Conrad, Lumen, 1974
  • El volcán, el mezcal, los comisarios... dos cartasMalcolm Lowry, Tusquets, 1984
  • En torno a las excentricidades del Cardenal PirelliRonald Firbank, Anagrama, 1985
  • Vales tu peso en oroJ. R. Ackerley, Anagrama, 1989
  • Los papeles de AspernHenry James, Monteávila, 1998
  • Las bostonianas, Henry James, Debolsillo, 2007
  • Daisy Miller y Los papeles de Aspern, Henry James, Unam, 2015


DEL HÙNGARO

  • El ajuste de cuentas y otros relatosTibor Dery, Era, 1968
  • Amor, Tibor Dery, Instituto cubano del libro, 1970

DEL ITALIANO

  • El mal oscuroGiuseppe Berto, Seix Barral, 1966
  • Salto mortal, Luigi Malerba, Seix Barral, 1969
  • Las ciudades del mundoElio Vittorini, Barral, 1971
  • Lida Mantovani y otras historias de FerraraGiorgio Bassani, Barral, 1971

DEL POLACO
  • Las puertas del paraísoJerzy Andrzejewski, Joaquín Mortiz, 1965
  • Cartas a la señora ZKazimierz Brandys, Universidad Veracruzana, 1966
  • Antología del cuento polaco contemporáneo, varios autores, Era, 1967
  • Madre de reyes, Kazimierz Brandys, Era, 1968
  • Diario argentinoWitold Gombrowicz, Sudamericana, 1968
  • Cosmos, Witold Gombrowicz, Seix Barral, 1969
  • La virginidad, Witold Gombrowicz, Tusquets, 1970
  • Transatlántico, Witold Gombrowicz, Barral, 1971
  • Bakakaï, Witold Gombrowicz, Barral, 1974
  • Rondó, Kazimierz Brandys, Anagrama, 1991

DEL RUSO









  • CaobaBoris Pilniak, Anagrama 1987
  • La defensaVladimir Nabokov, Anagrama, 1990
  • Relatos, Borís Pilniak, Conaculta, 1997
  • Un drama de cazaAntón Chéjov, Universidad Veracruzana, 2008

  • PREMIOS Y DISTINCIONES

    Premio Xavier Villaurrutia 1981 por Nocturno de Bujara10​
    Premio de la revista Aventura y Misterio, por el cuento Amelia Otero (1957)
    Premio Rodolo Goes, del INBA, por la novela El tañido de una flauta (1973)
    Premio La Palabra y el Hombre por el cuento Asimetría (1980)
    Premio Nacional de Literatura (1983)
    Premio Nacional Francisco Xavier Clavijero 2002 (2003)
    Premio Juan Rulfo (1999)
    Premio Internazionale Bellunesi che Hanno Onorato la Provincia in Italia e nel Mondo (Venecia) (2000)
    Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 1982
    Premio Herralde de novela por El desfile del amor (1984)
    Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura 1993
    Premio Mazatlán de Literatura 1997 por El arte de la fuga
    Premio Mazatlán al mejor libro por dos años consecutivos (1996 y 1997)
    Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 1999
    Distinción Honoris Causa, otorgada por la Universidad Autónoma Metropolitana (1998)
    Premio Miguel de Cervantes 200511​
    Premio Internacional Alfonso Reyes 2015
    Premio Roger Caillois 2006

    OBRAS ACERCA DE SERGIO PITOL
    • José Balza, Victoria de Stefano, Anamari Gomis, et aliiSergio Pitol, los territorios del viajero. México, ERA, 2000.
    • Karim Benmiloud. Sergio Pitol ou le carnaval des vanités. Paris, Presses Universitaires de France, 2012.
    • Karim Benmiloud, Raphaël Estève (dir.). El planeta Pitol. Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 2012.
    • José Bru (comp.). Acercamientos a Sergio Pitol. Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1999.
    • Maricruz Castro Ricalde. Ficción, narración y polifonía: el universo narrativo de Sergio Pitol. México: Universidad Autónoma del Estado de México, 2000.
    • Laura Cazares Hernández. El caldero fáustico: la narrativa de Sergio Pitol. México, UAM, 2000.
    • (VV.AA.). Texto crítico n° 21, Xalapa, Universidad Veracruzana, abr.-jun. 1981.
    • Pedro M. Domene. Sergio Pitol: el sueño de lo realBatarro (revista literaria) n° 38-39-40, 2002.
    • Luz Fernández de Alba. Del tañido al arte de la fuga. Una lectura crítica de Sergio Pitol. México, UNAM, 1998.
    • Teresa García Díaz. Del Tajin a Venecia: un regreso a ninguna parte. Xalapa, Universidad Veracruzana, 2002.
    • Teresa García Díaz (coord.). Victorio Ferri se hizo mago en Viena (sobre Sergio Pitol). Xalapa, Universidad Veracruzana, 2007.
    • Alfonso Montelongo. Vientos troqueles: la narrativa de Sergio Pitol. Xalapa, Universidad Veracruzana, 1998.
    • Renato Prada Oropeza. La narrativa de Sergio Pitol: los cuentos. Xalapa, Universidad Veracruzana, 1996.
    • Eduardo Serrato (comp.). Tiempo cerrado, tiempo abierto. Sergio Pitol ante la crítica. México, ERA - UNAM, 1994.
    • Hugo Valdés Manríquez. El laberinto cuentístico de Sergio Pitol. Monterrey, Gobierno del Estado de Nuevo León, 1998.




    El novelista mexicano Sergio Pitol obtiene el Premio Juan Rulfo en reconocimiento al conjunto de su obra

    EL PAÍS

    Barcelona 27 JUL 1999

    El novelista y ensayista Sergio Pitol (México, 1933) ha obtenido el Premio Juan Rulfo, equivalente hispanoamericano del Cervantes, en reconocimiento al conjunto de su obra literaria. La ambigüedad y la nostalgia son dos características del autor de El tañido de una flauta, que también ha traducido a Henry James y Joseph Conrad. El premio, dotado con 100.000 dólares (unos 15 millones de pesetas), ha sido otorgado en años anteriores a escritores como Augusto Monterroso, Nélida Piñón y Juan Marsé, el único español de la lista. El ganador del premio literario más prestigioso en Latinoamérica siempre se ha mostrado muy crítico con el realismo mágico, género que, según Pitol, ha dado pie a la aparición de muchos y malos imitadores. Su escasa identificación con la literatura latinoamericana se debe al largo exilio que le mantuvo durante años fuera de su país. Se marchó de México en 1960 para pasar unas vacaciones culturales en Europa, donde acabó viviendo 30 años, tres de ellos en Barcelona. El novelista escribió toda su obra en el extranjero. La obra de Pitol, que empezó a escribir en los años sesenta, se caracteriza por la creación de un universo de ambigüedades en el que se demuestra la inexistencia de cualquier verdad absoluta. El escritor mexicano, atraído por la duda, prefiere evitar al lector las certezas de un narrador que lo sabe todo. Pitol, que cree que la frontera entre los géneros es difusa, tampoco ha respetado las barreras en su carrera profesional: es autor de siete libros de cuentos y cinco novelas, y ha sido traductor, profesor universitario y embajador de México en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga.
    El escritor obtuvo en 1984 el Premio Herralde con El desfile del amor, una novela de intriga, con grandes dosis de humor esperpéntico, sobre la historia de México. Su último trabajo, El arte de la fuga, fue elegido en México como mejor libro del año.
    Juan Marsé es el único español que ha sido premiado con el Juan Rulfo. La poetisa argentina Olga Orozco fue la ganadora de la anterior edición.
    * Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 27 de julio de 1999






    SEGÚN CUENTA PITOL
    Enrique Vila-Matas
    13 de noviembre de 2005

     Por segunda vez en tres días he tenido que contestar a la pregunta de si es cierto que, como cuenta Sergio Pitol en su último libro, yo pasé en 1979 por Asjabad, la capital de Turkmenistán, y allí fui coronado rey por sus habitantes turcomanos. Dos veces en tres días respondiendo a la pregunta de si la historia que cuenta Pitol en El mago de Viena sucedió de verdad. Y dos veces la misma respuesta: hubo un malentendido del intérprete, y el caso es que en la ciudad de Asjabad, al ser confundido con alguien muy importante para ellos, fui vestido de gala, maquillado, vitoreado; luego se aclaró todo, y fui fulminantemente destronado. Una historia que hasta ahora sólo conocían los amigos más íntimos, algunos de los cuales, por cierto, se han negado siempre a creerla. Y es más, hay incluso quien cree que Asjabad ni existe. Lo cierto es que en estos últimos días esa ciudad al borde del Caspio y en la frontera misma con Irán -Ashabad es la otra forma que tenemos de escribir su nombre- ha empezado a aparecer en los teletipos, aunque todo lo que se refiere a ella les sigue pareciendo a algunos tan inventado como la historia de Sergio Pitol sobre mi glorificación, maquillaje y derrocamiento.

    EL PAÍS

    Sergio Pitol

    SERGIO PITOL
    PREMIO CERVANTES 2005

    Viajar y escribir

    Enrique Vila-Matas
    2 de diciembre de 2005

    Su gran amigo Monsiváis escribió de Sergio Pitol que "la inteligencia, el humor y la cólera han sido sus grandes consejeros". ¿La cólera? José Andrés Rojo le preguntaba por ella en una reciente entrevista de este periódico con motivo de la aparición de El mago de Viena en Pre-Textos y de Los mejores cuentos en Anagrama. "La cólera hacia la injusticia. No aguanto las injusticias", respondía Pitol. Le conozco desde hace más de treinta años y sé cómo reacciona ante hechos que le parecen injustos. Hasta en este aspecto de su carácter le admiro. Me preocupaba mucho que no acabara teniendo este año el Cervantes, pues su vida discreta (aunque viajera y sumamente excéntrica) de hombre de letras alejado de las intrigas del poder literario podía tal vez perjudicarle. Y eso habría sido una gran injusticia. Cuando oí que pronunciaban su nombre como ganador del premio -el nombre de mi oscuro hermano gemelo- me derrumbó la emoción, como si se hubiera quebrantado una injusticia de siglos.

    Pero en el fondo yo intuía que le esperaba el Cervantes este año a mi oscuro hermano gemelo. Ahora comprendo qué hacia yo este verano en Estocolmo jugando a celebrar el Premio Nobel que le habían dado a mi amigo. Todas las noches en el Gran Hotel de Estocolmo soñaba historias excéntricas. Un día, por ejemplo, soñé que Sergio Pitol se enteraba en su casa de Xalapa de que le habían concedido el Premio Nobel y decidía nombrar a Monsiváis en el discurso de entrega del premio. Otro día soñé en Anita Ekberg. Y al día siguiente seguí a Sergio Pitol en su viaje de Xalapa al Congo, donde él hacía sus primeras declaraciones a la prensa, muy cerca de la casa donde vivía Kurtz, el personaje de Conrad, el hombre del horror y del horror. El último día de estancia en Estocolmo soñé que mi amigo recibía el Nobel de manos del rey de Suecia y, tras tomar después caviar rojo en el restaurante del Gran Hotel, paraba un taxi y, entre grandes risas (todas las risas con él son memorables), se dirigía a Alcalá de Henares a recibir el Cervantes.
    Desde que le conocí en Varsovia en 1973 y él me acercó a la gran literatura, le debo mucho a Pitol, mi oscuro hermano gemelo, y así lo he dicho en un reciente prólogo a la edición de sus mejores cuentos. Allí hablo de las sobremesas de Varsovia y de mi aprendizaje de lo literario. Viajar y escribir parecía el lema, la divisa de este escritor. Y lo era, lo es, lo ha sido siempre. A lo largo de la vida me lo he encontrado en los lugares más insospechados: fortuitos encuentros en lugares tan distintos como Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul.
    Pero, aparte de viajar y escribir, la más alta lección de Sergio fue comunicarme su extraordinaria pasión por la cultura. Y hoy, cuando reviso aquellas conversaciones que teníamos en Varsovia, me doy cuenta de que las sobremesas en las que se conversaba de temas culturales eran algo muy natural para Sergio y no para mí, que venía de una oscura Barcelona, sumida en un mundo nada dialogante. En cambio, para Sergio, aquellas sobremesas eran normales. Desde joven se había acostumbrado a algo que yo no había tenido nunca (camaradería), se había habituado a las conversaciones sobre libros, por ejemplo. Parte de su juventud había transcurrido en tertulias en el café María Cristina de la ciudad de México con sus amigos Ponce y Elizondo, Melo y De la Colina, Monsiváis y José Emilio Pacheco, según el propio Pitol explica en el tercer tomo de sus Obras reunidas.
    Para quien no conozca la obra de este importante autor, recomiendo sus cuentos (en Nocturno de Bujara, por ejemplo, roza la perfección), sus novelas (El desfile del amor, deslumbrante y sabio baile de máscaras; una fiesta de la inteligencia, del humor y -¿cómo no?- de la cólera) y sus ficciones abismales mezcladas con el ensayo, sus magistrales El arte de la fuga y El mago de Viena.
    Pitol, en cualquier caso, descree de las recomendaciones, los decálogos y las recetas universales. ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él? Para Pitol, la forma que llega a crear un escritor es el resultado de toda su vida: la infancia, toda clase de experiencias, los libros preferidos, la constante intuición. "Sería monstruoso", dice, "que todos los escritores obedecieran las reglas de un mismo decálogo o que siguieran el camino de un único maestro. Sería la parálisis, la putrefacción". ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él? No es partidario del discurso único. Del mismo modo que entiende la literatura como una república de las letras con muchos monarcas destronados. Me parece el maestro perfecto.
    Hasta sabe inyectarle humor al hecho de serlo, de ser mi maestro. Cuando yo finalmente confesé su magisterio en entrevista con Raquel Garzón para este periódico, se produjo, eso sí, un posterior tira y afloja entre Pitol y yo, su cordial alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba, parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día -fue en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México- se plegó a la verdad. El único maestro era él.
    Tras una conferencia mía, se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación del acto. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz) hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en ella. Un amigo escritor muy obcecado en lograr quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía e insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le enumeró muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacía al escritor obcecado.
    -Pero dime exactamente por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente -insistió el escritor obcecado.
    -Te la voy a dar, es muy sencilla -dijo Sergio.
    Hizo una pausa y luego dijo, muy concluyente:
    -Porque soy su maestro.
    * Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de diciembre de 2005




    Todo lo reímos entre todos


    CARLOS MONSIVAIS
    8 OCT 2005


    ES EL MOMENTO de la recapitulación biográfica. Sergio Pitol Demeneghi nace en 1933, y, para efectos del nombre de calle que rigurosamente le aguarda, es nativo de Córdoba, Veracruz, donde termina la preparatoria. En 1950 se instala en la ciudad de México, donde estudia leyes y se fascina con las mitologías de la capital y, sobre todo, con las del centro todavía no histórico. Conoce a dos maestros fundamentales: Manuel Pedroso, transterrado español, catedrático de Teoría del Estado, enamorado de la cultura de Occidente y conversador notable, y don Alfonso Reyes, escritor al que visita y escucha en conferencias y del que aprende el placer de la claridad expresiva.
    En la década de 1950, la gran etapa formativa de la mirada narrativa de Pitol, la capital es la provincia más divertida que haya conocido la historia de México, y es la cocina fáustica de la modernidad. Allí adquiere Pitol su sentido del espacio protagónico, de las excentricidades felices, del monstruosismo que divierte en primer lugar a los monstruos, del carácter abierto de muchísimas situaciones "anómalas", que, por comparación, exhiben las conjuras de "lo normal" y del culto al orden (falso) y las apariencias. Y la mayor alegría de esta etapa ocurre cuando, por contraste, en los ámbitos de la solemnidad se filtran o irrumpen unas cuantas figuras dislocadas, de aspecto innegociable, de locura semejante al paseo en un campo minado, que por su mera ausencia de fe en el progreso devuelven el sentido de lo real. (La normalización de los excéntricos es uno de los propósitos de la narrativa de Pitol). Y en sus incursiones por ese cabaret-bufete jurídico que es la capital, Pitol se entusiasma, imposible no hacerlo ante el carnaval donde cada uno se disfraza de su propio mito (Diego Rivera se cree Diego Rivera, Frida Kahlo se considera un cuadro de Frida Kahlo y Doña Bárbara sueña con verse interpretada por María Félix). Ya para 1961, Pitol se inicia en la práctica de los desplazamientos, la otra sustancia de su literatura. Para él, viajar es darle oportunidad a la capacidad de pasmo y alegría. (De paso: en sus momentos sedentarios, y con tal de viajar sin moverse de su casa, Pitol recurre exitosamente al asombro). En 1958, su primer texto: Victorio Ferri cuenta un cuento, se nutre de impresiones de Córdoba, y del recuerdo de dos poblaciones complementarias: la Yoknapathowpa de Faulkner y la Comala de Rulfo. Dirige la revista Cauce, oportunidad de una breve campaña anticomunista en su contra por publicar una crónica de Maiakovsky de su viaje a México. Más tarde, inicia su periplo. (La palabra es anacrónica, pero el primer viaje de Pitol fue en barco). Reviso la bitácora viajera de Pitol, 23 o 24 años de enfrentarse a dificultades, envíos retrasados de pago de colaboraciones, traducciones incesantes (cerca de cien libros en su haber vertidos del inglés, el francés, el italiano, el polaco y el ruso, de autores tan diversos como Henry James, Jerzy Andreievsky, Roland Firbank, Joseph Conrad, Isaac Babel y Tibor Déry), trabajo en casas editoriales (en Barcelona está muy cerca de Tusquets y Anagrama). Multiplicidad de amigos, museos, cine-clubes, paseos callejeros, cafés, librerías. En sus cartas, se queja de la mala calefacción o del verano insoportable. Y en un momento dado, entra al servicio exterior: es agregado cultural en Francia, Hungría, Polonia, la URSS, y embajador de México en Checoslovaquia.
    Durante dos décadas, Pitol opta por el tono dramático, incluso trágico. La soledad es una técnica de esencialización, y desde la soledad Pitol recrea, se apropia de paisajes europeos del destierro y reelabora la nostalgia o, si se quiere, revisa las atmósferas donde la memoria se aclimata. Los lectores de Infierno de todos (1964), No hay lugar (1966), Nocturno de Bujara (1981), Fuegos florales(1982), Vals de Mefisto y muy especialmente El tañido de una flauta (1972) saben a qué atenerse. Pitol -devoto de Kurosawa y Schnitzler, de Mann y Svevo, de Dickens y Galdós- vive entre atmósferas y personajes literarios a fin de cuentas y en principio. Y esta fe en que lo real es novelable y lo que no es novelable es irreal, desemboca en un método incesante de Pitol: los desenmascaramientos.
    * Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 8 de octubre de 2005

    Josè Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis

    Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces son mis compañeros. Hay algunas literaturas en donde abundan: la inglesa, la irlandesa, la rusa, la polaca, también la hispanoamericana. En sus novelas todos los protagonistas son excéntricos como lo son sus autores. Laurence Sterne, William Beckford, Jonathan Swift, Nicolai Gogol, Tomasso Landolfi, Carlo Emilio Gadda, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz, Franz Kafka, Ronald Firbank, Samuel Beckett, Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Thomas Bernhard, Augusto Monterroso, Flann O’Brien, Raymond Roussel, Marcel Schwob, Mario Bellatin, César Aira, Enrique Vila-Matas son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes que habitan sus libros, y por ende las historias son diferentes de las de los demás. Hay autores que sin ser del todo "raros" enriquecieron su obra por la participación de un abundante elenco de personajes excéntricos: bufonescos o trágicos, demoníacos o angelicales, geniales o imbéciles, al fin y al cabo casi siempre todos "inocentes".

    Sergio Pitol
    El mago de Viena


    Josè Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis


    Sergio Pitol
    Xalapa, 2005

    SERGIO PITOL
    PREMIO CERVANTES 2005

    MARIO VARGAS LLOSA: 

    "Un escritor coherente"


    EL PAÍS

    Guadalajara 2 DIC 2005

    Mario Vargas Llosa declaró ayer en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, al conocer la concesión del Premio Cervantes a Sergio Pitol: "Es el premio merecido a un escritor de una obra muy coherente. Sergio Pitol ha construido todo un mundo propio, reconocible, suyo. Siempre ha vivido dentro de una cierta discreción, así que los reconocimientos que recibe son tardíos, pero éste le llega muy justamente, porque la suya ya es una obra redonda".
    "Su literatura es muy interesante y novedosa en nuestro ámbito, porque incorpora elementos fantásticos que provienen de la influencia centroeuropea que él atesora pero cuya presencia no era habitual en el mundo de lengua española", continuó Vargas Llosa. "Pitol abre la gran avenida de Europa en la literatura iberoamericana. Su obra es compleja, profunda, enigmática; y su mundo está a caballo entre el ensueño y lo real, universo que él aborda con una prosa lúcida, contenida y estricta. No sólo es este Cervantes justo sino oportuno por la novedad que implica la obra de Pitol en nuestra literatura".
    * Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de diciembre de 2005
    Sergio Pitol
    Foto de Bernardo Pérez

    Pitol, un monje de la literatura

    Tanto con su obra personal como con la que tradujo, un fanático de la literatura tiene suficiente material para entender el complejo arte de las letras


    Mario Bellatín
    12 de abril de 2018

    Fue lo que se llama un monje de la literatura. Un modelo ya en extinción. Todo en él era un mundo de palabras. Construyó su propio templo. Y creó una literatura propia, que sirvió de guía para muchos escritores de nuestra lengua. Les señaló que no había límites. Que siempre se podía llegar a más. Como amigo era el más divertido hacedor de mundos propios. Cualquier situación era reinterpretada bajo sus propias normas de ficción. Teniéndolo de amigo y cómplice el mundo era un lugar con sentido.
    Además de su misión como escritor, hay que recordar lo importante que fue durante una época su labor como traductor. No solamente con respecto a su excelencia práctica sino en la elección de autores. Tanto con su obra personal como con la que tradujo, un fanático de la literatura tiene suficiente material para entender el complejo arte de las letras. Su muerte no es una Muerte. Llegó como mensajero y aquí está su legado.

    EL PAÍS


    Sergio Pitol
    según Scianmarella

    Viajero de sí mismo

    Sergio hizo que nos diéramos cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias

    ELENA PONIATOWSKA
    13 ABR 2018 - 01:57 COT

    A Pitol le impresionó que la colombiana Milena Esguerra, esposa de Tito Monterroso durante algunos años, le dijera que si él lo permitía, acabaría esclavizado hasta a un par de pantuflas. Por eso él nunca se esclavizó a nada, aunque claro, le encantaba el gran escritorio que se trajo como diplomático de Rusia o las pinturas que compraba en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, siempre voló alto y que si escogió Jalapa fue porque la amaba.
    Huérfano a los cuatro años (su madre se ahogó en el río Atoyac) nunca sospechó que se convertiría en un veracruzano admirable. Toda su vida giró en torno a los cañaverales de azúcar, cafetales y palmeras al viento del ingenio Potrero en el que trabajó Jorge Cuesta, recién casado con Lupe Marín.
    Siempre quiso que su legado fuera para la Universidad Veracruzana. Recuerdo con gratitud que su editorial universitaria publicó Lilus Kikus y otros cuentos en Ficción, que él fundó. Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de escritores de los treintas, al legado de Sergio Pitol hay que atesorarlo. Sergio, que supo domar a la divina garza y reír a carcajadas con sus falsas tortugas y sus Marietas Karapetiz, se lanzó a bailar sin pantuflas un vals Mefisto al ver que su vida de viajes libertarios terminaba (los últimos viajes fueron a Cuba con la esperanza de una curación) y decidió que el sitio que más amaba era Jalapa, Veracruz. Cuando hace años Emmanuel Carballo le pidió a Sergio que escribiera su autobiografía precoz, nunca adivinó que sería el Premio Cervantes 2005. Sergio Pitol tampoco sabía cuál sería su destino; a los 33 años, tenía que ganarse la vida pero a diferencia de todos, el navegante Pitol abandonó el puerto de catástrofe llamado Ciudad de México, se dirigió al puerto dónde se halla la barca de oro y con todas sus velas desplegadas, se lanzó al mar siguiendo ese hilo que fue el de la voz de su abuela Catalina Deméneghi, quién le llenó la cabeza de fantasía al leerle cuento tras cuento a un niño palúdico y convertirlo en un pensador ya que a los 12 años, Sergio había leído La Guerra y la Paz.
    Pitol llegó a Polonia, pero por debajo de la corteza terrestre y emergió en Kanalde Andrzej Wajda, acuático y terrible, con el gran manto negro del que vive en las entretelas, conoce la utilería, los espectros, y regresa del infierno. El Vals Mefistolo bailó Sergio en el Hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul, en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores al borde del Rin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa, en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron el mismo sonambulismo, Asia central no lo sacó de sí mismo, inmerso en su vida interior, inmerso en su escritura, en sus larguísimos diálogos, primero con otro aparecido-desaparecido Juan Manuel Torres y después con su gran amigo Enrique Vila Matas, en improbables escenarios que se prendieron a su traje y poco a poco fueron convirtiéndolo en El mago de Viena.
    De la boca de su abuela Catalina, de sus palabras, de ese puente humano, viajó hacia otras aguas, y río arriba remontó la corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la tarde, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la selva negra, tradujo a China, tradujo a Polonia, tradujo a Hungría, a Checoslovaquia y demostró como antes lo hizo Luis Cardoza y Aragón que su ideal de vida era escribir solo acerca de lo que le gustaba o llamaba la atención. Así, a lo largo de su vida ha permanecido al margen de modas y de grillas, apasionado de sus amigos, de sus recuerdos y de sus libros.
    La autobiografía de Sergio Pitol que ahora se llama Memoria y abarca los años de 1933 a 1966 es un hermoso libro blanco y puro de la editorial ERA que su amigo Marcelo Uribe quién siempre le dio un trato de respeto y cariño puso en sus manos. Después de la primera autobiografía de Jiménez Siles y la segunda que publicó Almadía con el título de Una autobiografía soterrada éste precioso volumen que lanza la editorial ERA es una travesía en la que Pitol cuenta su propio cuento, el que viaja a nuestro lado a lo largo del tiempo.
    Llama la atención que los cuentos de Sergio Pitol sean siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, Jack in the box broma que salta a la cara, pastelazo, víbora que pica cuando uno cree estar a punto de domesticarla.
    Cuatro textos son sus cuatro puntos cardinales: Vals de MefistoNocturno de BujaraEl viaje y El mago de Viena. Cuando Sergio obtuvo el Cervantes en 2005 y vino de Jalapa a México para hacerse unos trajes y recibir el premio vestido de príncipe, me confió después de una comida: “Creo que me dieron el premio por mi libro: El mago de Viena”.
    En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: “Por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva psicológica que no me interesa llenar”. A Margarita, Sergio le enseñó a unírsele secreta, subterráneamente, a aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria. A ambas, a Margarita García Flores y a mí, Sergio nos comunicó su placer de narrar, nos hizo ver que escribir es engarzar reflejos, nos explicó que su prosa es una trenza de hilos, un tejido de asociaciones y reflexiones, un surtidero de imágenes. E hizo que nos diéramos cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias.
    Ahora en que el otoño llegó a la generación de los treintas, Sergio Pitol conoció en las calles de su ciudad Jalapa el reconocimiento de los habitantes que se lo disputaban para felicitarlo. Saberse muy querido le dio una alegría tan grande como el Himno a la Alegría de Beethoven que él amó porque su inclinación también abarcó a la música que escuchaba mientras escribía.
    Sergio Pitol

    Hace mucho tiempo

    La impresionante obra de Sergio Pitol corrió al parejo de su gusto por divertirse a expensas de unos y en sintonía con otros.

    JUAN VILLORO
    12 ABR 2018 - 21:26 COT

    Sergio Pitol hizo de la amistad una religión. A contrapelo del escritor que requiere de aislamiento, buscó a los demás con insólita vocación gregaria. Recuerdo el entusiasmo con que leyó el primer libro de Mario Bellatin publicado en México, Salón de belleza, y el orgullo con que comentó que ya era su amigo. En un oficio plagado de recelos y competencias, jamás pensó en desmarcarse de los otros. Y no sólo eso: escribió convencido de que la literatura se produce en densidad. Su sostenida tarea como traductor deriva de su convicción de que no hay literaturas individuales. Todo autor, por original que sea, se inscribe en la tradición que lo explica.
    Nacido en 1933, en un ingenio azucarero de Veracruz dominado por italianos, Pitol conoció desde niño la ambivalencia de vivir entre dos culturas. Sus mayores añoraban la ópera y los salones de Venecia y el entorno ofrecía los estímulos sensuales del trópico. Esta tensión aflora en los cuentos de Los climas y en cierta forma explica su deseo de entender el mundo como un horizonte sin fronteras.
    Durante veintiocho años vivió en China, Polonia, Yugoslavia, Inglaterra, España, Hungría, la Unión Soviética y Checoslovaquia. Esta errancia lo llevó a traducir cerca de cien libros de cinco lenguas diferentes. Por un tiempo vivió en barcos cargueros; alquilaba un camarote sin preguntar cuál sería la ruta y se dedicaba a traducir en su oficina náutica. A esa etapa se deben sus versiones de Cosmos y Transatlántico, de Witold Gombrowicz, que deberían formar parte de la Enciclopedia biográfica de traductores inmortales propuesta por Ricardo Piglia.
    La generosidad con que Pitol se ocupó de obras ajenas demoró la valoración de su propio trabajo. En 1969 publicó una novela excepcional, El tañido de una flauta, sobre el fracaso artístico y la dificultad de pertenecer a la cultura mexicana. De manera previsible, esta obra no tuvo los lectores que merecía y Carlos Monsiváis señaló que estaba destinada a convertirse en un “clásico secreto” de la literatura mexicana.
    Durante casi una década, Pitol se concentró en traducir y prologar obras ajenas. A partir de su estancia en Moscú, a principios de los años ochenta, recuperó la fibra narrativa con Nocturno de Bujara, volumen de cuentos cuyo tema esencial es el misterioso origen de los cuentos. En uno de sus regresos a México, advirtió que la historia del país sólo podía ser contada en clave novelesca y concibió El desfile del amor, donde un historiador busca desentrañar sucesos de 1942 y advierte que la única manera de llegar a ellos son las conjeturas de la ficción.
    En la cuerda de Sebald y Magris, escribió libros sin género preciso, mezcla de ensayo, crónica, fabulación y autobiografía. A esta etapa pertenecen El arte de la fugaEl mago de Viena y El viaje.
    Su casa de Xalapa era un monumento a su pasión por la escritura ajena. Atrás de su escritorio, la pared estaba decorada con fotos de sus autores favoritos. Ahí, los clásicos alternaban con los amigos. Al revisar su biblioteca, me sorprendió que diera especial importancia a la estadística de la lectura. Al final de cada libro anotaba las veces que lo había leído, como una prueba de que la pasión mejora al reincidir.
    Pero ninguna lealtad superó en él al trato con los amigos. Durante casi toda su vida se benefició del afecto y el humor de Carlos Monsiváis, Luis Prieto y Margo Glantz. En España, esta devoción se extendió a Lali Gubern, Jorge Herralde y Enrique Vila-Matas. Sabía, como Choderlos de Laclos, que toda relación es peligrosa, y por eso mismo la cortejaba, convencido de que el entusiasmo derrota las más complejas neurosis: “No hay quien se resista a un disco de Toña la Negra”, decía. Sin pedir auxilio a la sabiduría química, aconsejaba beber licores cada vez más fuertes para no sucumbir a una instantánea borrachera. Este manual de comportamiento no dio grandes resultados en el terreno de la salud, pero le permitió explorar el carnaval de la existencia. Como Gógol, entendió que el ser humano es un sujeto que se considera estupendo y de pronto sufre un retortijón. Los dispositivos teatrales que generaba en vida le permitieron ser testigo de situaciones intensamente ridículas que recreó en Domar a la divina garza y La vida conyugal.
    Lo conocí en 1980 cuando participamos en el ciclo “Encuentro de generaciones”, donde un autor consagrado leía junto a un principiante. Me trató como si nos hubiéramos visto desde siempre. Después de la lectura, fuimos a casa de unos amigos suyos. Uno de los asistentes era Augusto Monterroso, mi maestro de taller de cuento. Afectado por la magia de Pitol, que borraba las generaciones, dije que conocía a alguien desde hacía mucho tiempo. Monterroso me reconvino en broma: “A tu edad, no tienes derecho a usar la expresión ‘hace mucho tiempo’”.
    Cuarenta años después puedo decir con agraviante naturalidad: hace mucho tiempo conocí a Sergio Pitol. Mi opera omnia constaba entonces de un cuadernillo con tres relatos, pero él me trató como un colega. Cuando le dije que tenía problemas para escribir una novela, me dio a leer Los orígenes del Doctor Faustus. Le comenté que mi circunstancia era muy distinta a la de ese egregio autor. Entonces me palmeó la nuca y dijo: “Nadie es distinto a Thomas Mann”.
    Sergio Pitol creía en los demás con una “fe de carbonero”, como él decía. Su impresionante obra corrió al parejo de su gusto por divertirse a expensas de unos y en sintonía con otros. La comedia humana alimentó su escritura y le brindó, en las más arduas circunstancias, el imbatible remedio de la risa.