Sor Juana Inés de la Cruz
(1651– 1695)
LA PRIMERA FEMINISTA DEL NUEVO MUNDO
Por Fernando Benítez
En el
antañón y apacible caserío de San Miguel de Nepantla, a unos 80 kilómetros al
sudeste de la Ciudad de México, se levanta un monumento erigido a la memoria de
una extraordinaria mujer de la época colonial, a quien se puede considerar como
la primera feminista del Nuevo Mundo. Un busto de bronce, obra del escultor
Joaquín Arias Méndez dedicado el 12 de noviembre de 1951 con ocasión del tercer
centenario del nacimiento de la ilustre mujer, muestra una figura de hermoso
rostro, vestida de hábito. En el pecho luce el medallón de la Orden de San
Jerónimo. La escultura se alza frente a la ya ruinosa casa de adobe en que
nació, y el conjunto está encerrado en un sencillo edificio de estuco y piedra.
En los azulejos de Talavera que cubren las paredes interiores se leen cuatro de
sus más famosos sonetos y una redondilla. El mundo de habla española conoce a
la autora de aquellos versos por Sor Juana Inés de la Cruz.
El
profundo misterio que rodea su vida, la significación de su actividad humana y
la importancia de sus escritos la han
hecho tema de libros, obras de teatro e incluso estudios psicoanalíticos. ¿Y
cómo no? En el México de su tiempo sólo los hombres podían instruirse; la mujer
estaba condenada a la ignorancia y no se le permitían más quehaceres que los
propios del hogar. Y fue Sor Juana la primera mujer que se rebeló contra la
idea de que el saber sobraba y aun dañaba al sexo femenino, y se atrevió a
decir que la sociedad sería muy distinta cuando la mujer se hallara en igualdad
de circunstancias.
Nació
Juana Inés en San Miguel Nepantla, en 1651, hija natural del capitán español
Pedro Manuel de Asbaje y de una criolla, Isabel Ramírez de Santillana. Pronto
Isabel se unió a otro hombre, y la niña fue a vivir con su abuelo materno.
Cuando murió este último, la madre de Juana Inés se encargó de atender la
próspera heredad.
La
pequeña Juana Inés tenía la libertad de recorrer a solas un campo deslindado
por las faldas de los volcanes Popocatépetl e Itzaccíhuatl y un exuberante
valle de cultivo. Solitaria de temperamento, la niña pasaba largas horas
ojeando los libros de la bien surtida biblioteca de su abuelo. A los tres años
de edad aprendió a leer escuchando las lecciones que recibían sus dos hermanas
mayores. A los cinco años, Juana Inés comenzó a escribir versos e inició su
carrera literaria con una Loa al
Santísimo Sacramento, que se representó en la iglesia parroquial e la
cercana población de Amecameca.
Tendría
la niña 10 años de edad cuando concibió un deseo de imposible realización:
inscribirse en la Universidad de México. Como allí no se admitían mujeres, rogó
a su madre que le permitiera asistir disfrazada de muchacho. La madre, que no
podía luchar con una niña precoz, además de tener que educar a sus otras hijas
y cuidar de la hacienda, envió a Juana Inés al lado de sus tíos que vivían en
la Ciudad de México.
Ya en
la capital, la niña aprendió el latín en 20 lecciones y asimismo estudiaba la
lengua portuguesa hasta aprenderla por sí sola. (También hablaba el náhuatl,
lengua indígena.) Su extraordinaria voluntad para aprender se explica en parte
por la manera insólita que usaba para disciplinarse. Se fijaba breves plazos
para avanzar en sus estudios, y si no los cumplía, se castigaba cortándose un
mechón de su hermoso cabello castaño. No era justo, confesaría más tarde, “que
estuviese vestida de cabello cabeza que andaba tan desnuda de noticias, que
eran más apetecible adorno”.}
Juana
Inés fue, en su juventud, una beldad que pronto adquirió los donaires de la
pomposa corte del virreinato de la Nueva España del siglo XVII. Hasta ella la
llevaron su ingenio y sus conocimientos, pues llegó noticia de ellos a los
virreyes, el marqués de Mancera y su esposa. El marqués quería establecer en
América una corte tan fastuosa como las europeas. Enterado del prestigio de
Juana Inés, la designó dama de honor “muy querida de la señora Virreina” y la
llevó a vivir a Palacio. Los virreyes fueron para la joven los padres que no tuvo
en su infancia. Lo primero que les llamó la atención fue la poderosa voluntad
de Juana Inés , voluntad tanto más admirable cuanto que permanecía inerte en la
mayoría de sus coterráneos, renuentes a emplear su iniciativa porque todo su
esfuerzo sería en provecho de los europeos.
La
frivolidad, la vida ociosa de una dama de honor en la corte de la marquesa de
Mancera tampoco resultaban un medio propicio para el temperamento y las
inclinaciones de Juana Inés. Pero su modestia, su buen humor, la gracia de su
conversación, y sobre todo su gran hermosura, la hicieron brillar en todas las
fiestas virreinales y muy pronto se convirtió en el personaje más popular del
palacio. Juana Inés hacía amable la vida de quienes la rodeaban escribiéndoles
versos de encargo y comedias para que se representaran en las festividades.
Pera a todo se daba tiempo para seguir fiel a su pasión infatigable por el estudio.
Algunos
de los señores y damas que rodeaban a los marqueses de Mancera juzgaban el
interés de Juana Inés por los estudios como cosa imposible. Y concluyeron que
Juana Inés tenía que ser una impostora, y sus conocimientos una farsa.
Entonces, para disipar la calumnia y también quizá para animar un poco la
tediosa vida colonial, el Virrey invitó a 40 letrados a examinar a la joven en
sus respectivas disciplinas.
En el
día señalado privaba en la gran sala de Palacio una honda ansiedad. Entre los
presentes los había que esperaban ver humillada a la presuntuosa joven, pero no
faltaban los que iban a aplaudirla. Juana Inés entró en el atestado salón con
dignidad rara en una joven de 15 años, y se encaró con los sabios que iban a
juzgar de sus conocimientos. Durante varias horas los eruditos la bombardearon
con preguntas. Entre los presentes, y de los interrogadores mismos, hubo muchos
aplausos mientras ella se justificaba fácilmente. Sumamente contento con su
experimento, el Virrey comentó algún tiempo después que la muchacha hizo frente
a sus inquisidores “a la manera que un galeón real se defendería de unas pocas
chalupas que lo embistieran”.
Envuelta
en las pequeñeces de una sociedad tan egoísta, Juana Inés no sentía ningún
orgullo de triunfo. Ya entonces debió de preguntarse por los valores que
aquella forma de vivir le podía ofrecer a ella misma. Pero en 1667, cuando
decidió súbitamente hacerse monja, la corte recibió la noticia con mucha
conmoción. A la edad de 16 años entró en el convento de San José, de las
Carmelitas Descalzas. A los tres meses los insólitos ayunos y rigores a que se
hallaba sometida, quebrantaron la salud de la joven, quien volvió a la corte
virreinal. Una vez que Juana Inés recuperó la salud, su confesor le aconsejó
que ingresara en la Orden de San Jerónimo Concepcionista, más liberal. Como
esta orden no imponía a las religiosas demasiadas obligaciones, le daría
ocasión de dedicarse a las letras y a las ciencias. Por tanto, el 24 de febrero
de 1669, la joven profesó como monja concepcionista den el convento de San
Jerónimo.
Los
cronistas de la época describían a Juana Inés como una bella mujer, “de hermosos
labios rojos, dientes blancos y bien formados, de tez dorada y manos
exquisitas”. Nadie tenía un futuro más halagüeño. En verdad, ¿fue su intensa
vocación intelectual lo que llevó al convento a Juana Inés? Puede pensarse en
que el amor y los celos, de que hablan sus poemas, son impresiones sólo
adquiribles en la vida, y tal vez algún desengaño, producto de un amor no
correspondido, por alguna causa, fue lo que influyera en su decisión. Y aunque
más tarde alcanzaría fama por su talento, en más bien por sus picantes
redondillas, que zahieren las vanidades masculinas, y por sus graciosas obras
de teatro por lo que hoy se la admira. Pero si fue solamente una vocación intelectual
lo que la impulsó al aislamiento, su decisión no pudo ser más lógica, pues la Iglesia
le brindaba en aquella época una de las pocas posibilidades de estudio y
trabajo literario.
En su
acogedora celda del convento, acompañada de sus libros, Sor Juana Inés de la
Cruz escribió poemas, ensayos, villancicos, autos sacramentales y comedias, y
compuso música sagrada. Su Primer Sueño, poema
filosófico que es un canto al anhelo del conocimiento, se considera como uno de
los mejores ejemplos del barroco literario.
Aunque
no se publicó el primer tomo de sus poesías hasta seis años antes de su muerte,
muchos de sus versos ya se habían publicado en antologías. Esto, y su creciente
correspondencia con hombres de letras, teólogos y científicos, además de las
presentaciones de sus obras de teatro, extendieron la fama de la brillante
enclaustrada por todo el mundo español y aun más allá. Ilustres personajes de
Europa y del Nuevo Mundo la visitaban y llenaron su celda con regalos de
libros, de instrumentos matemáticos y musicales y de globos terráqueos. El
sabio catedrático de matemáticas de la Universidad de México don Carlos
Sigüenza y Góngora, le enseñó matemática avanzada a cambio de la crítica que
ella le hacía de sus versos. El gran fundador de las misiones en el vasto
territorio español del norte, padre Francisco Kino, visitaba su celda y cultivó
con ella la astronomía.
Probablemente
nunca fue Sor Juana tan feliz como cuando ejercitaba su intelecto. Inventó un
sistema para anotar la música de manera más sencilla e incluso conquistó cierta
reputación como miniaturista. Además de gramática, filosofía y teología,
estudió lógica, retórica, física, aritmética, geografía, historia, derecho,
astronomía, en la certeza de que las ciencias se ayudan y se abren caminos unas
a otras.
Las
actividades de Sor Juana y su creciente ansia de saber despertaron irremisiblemente
los recelos de las autoridades eclesiásticas. Cuando le reprocharon tanta
curiosidad, la monja replicó que, para creer en Dios, necesitaba estar al tanto
de la naturaleza del hombre y de sus descubrimientos.
Pero
si los trabajos de Sor Juana se juzgaban contrarios al voto que suscribió al
tomar el velo, ella lo compensaba siendo una religiosa perfecta.
En
1689 se publicó en España un volumen dedicado a la poesía de Sor Juana Inés de
la Cruz, y sus poemas amorosos le conquistaron una popularidad inmediata.
Aunque Sor Juana, por su parte, los consideraba simples artificios escritos por
petición ajena, en opinión de los altos prelados resultaba escandaloso que una
religiosa escribiera esa clase de poesía. Luego, en 1690, la monja se granjeó
su favor al escribir, por encargo suyo, un comentario al sermón de cierto
renombrado orador sacro portugués, comentario en el que Sor Juana hizo gala de
lógica y de agudeza crítica. Fray Manuel Fernández de la Santa Cruz, obispo de
Puebla, dio el manuscrito a la publicidad bajo el título de Carta Atenagórica, precedida de un
prólogo firmado por él mismo con el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz y en el
cual censuraba severamente a la autora. Entre otras cosas le decía que el
estudio fomentaba la vanidad en las mujeres y le recomendaba poner su talento
al servicio de la Iglesia. “Lástima”, escribía, “que un tan grande
entendimiento de tal manera se abata a las rateras noticias de la Tierra, que
no desee penetrar lo que pasa en el Cielo…”
Sor
Juana meditó un año y luego dio a conocer su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Esas páginas autobiográficas
están consideradas como obra maestra de la prosa, y el escritor y crítico
Alberto G. Salceda se ha referido a ellas como “la Carta Magna de la libertad
intelectual de las mujeres de América”.
Sor
Juana, ahora feminista, en su Respuesta daba
conmovedoras noticias de su vida y de su juvenil ansia de saber y, mencionando
circunstancias de su propia historia, señalaba los obstáculos que, sólo por su
condición de mujer, se le habían puesto a su deseo de aprender. Al negarse a
ofrecer excusa por usar el talento de que Dios la había dotado y afirmando que
la mujer tiene derecho a seguir una vocación intelectual, citaba como ejemplo a
las mujeres de la Biblia que se mostraron constantes en sus convicciones.
Exasperada por la creencia, universalmente aceptada, de que la ignorancia en la
mujer es cosa santa, Sor Juana replicaba: “No por otra razón es el ángel más
que el hombre que porque entiende más; no es otro el exceso que el que el hombre
hace al bruto sino solo entender.”
Se
declaraba a favor de la institución de la mujer y reclamaba para esta el
derecho a enseñar y predicar y, refiriéndose a la admonición con que San Pablo
ordenara callar a las mujeres, señalaba que “en verdad no lo dijo el Apóstol a
las mujeres sino a los hombres” y que sus palabras iban dirigidas a “todos los
que no fueran aptos”.
¿Cómo
iba a comprenderse la teología, preguntaba, si se carece de los conocimientos
en la lógica, la retórica, la física, las leyes, la matemática, la arquitectura
y le historia? En defensa de su inclinación a cultivar las letras profanas de
preferencia a los asuntos religiosos, decía que “una herejía contra el arte no
la castigaba del Santo Oficio, sino los discretos con risa y los críticos con
mesura…”
Sor
Juana, en aquel documento, puso su alma al desnudo y, habiendo hecho tal,
renunció a las cosas del mundo. Se ignora si sufrió nuevos acosos y si hubo de
soportar otras amonestaciones, pero el hecho es que no escribió más. Vendió su
biblioteca de 4000 volúmenes, sus instrumentos de música y ciencia, guardando
solo sus libros devotos. Hizo su confesión y, firmadas con su propia sangre,
redactó dos protestas de su fe en súplica de clemencia al divino tribunal. Ya
nada parecía importarle en este mundo y se entregó a la mortificación ascética.
Una
epidemia de peste se abatió sobre la Nueva España en 1695, y Juana Inés
contrajo el mal. Murió poco antes de cumplir los 44 años, atendiendo a sus
hermanas enfermas del convento.
Don
Carlos de Sigüenza y Góngora, su amigo constante y, como Sor Juana, enamorado
de las letras, había escrito tiempo atrás que México veía reunido en la sola
persona de la monja, cuanto las gracias habían otorgado en siglos anteriores a
todas las mujeres que se distinguieron en la historia por su sabiduría. Tal vez
sea éste el mejor epitafio a la memoria de Sor Juana Inés de la Cruz.
Genios y figuras
Selecciones del Reader’s Digest
México, Reader’s Digest
de México, 1982.
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