martes, 17 de abril de 2018

Joy Laville / La dama que pintaba sueños

Joy Laville


JOY LAVILLE 
(1923 - 2018)

Helene Joy Laville Perren (Ryde, Inglaterra; 8 de septiembre de 1923​-Cuernavaca, Morelos; 13 de abril de 2018) fue una pintora y escultora inglesa nacionalizada mexicana. Se especializó en esculturas de bronce, serigrafía, óleo, pintura acrílica y grabados de aguafuerte.

Su infancia la pasó en la isla de Wight, en el canal de la Mancha, Inglaterra, lo cual se ve reflejado en su arte gracias a su paleta de colores y a la referencia frecuente al mar. Desde chica demostró interés por el arte y la pintura, pero interrumpió sus estudios debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial.3​ A los 21 años contrajo matrimonio con Kenneth Rowe, un artillero de la Fuerza Aérea Canadiense, con quien se fue a vivir a Canadá por nueve años y con quien tuvo a su hijo Trevor Rowe.​ Ella afirmaba que este matrimonio fue su manera de abandonar Inglaterra, que aún se recuperaba de la guerra.
Tras vivir en Canadá durante nueve años, en 1956 se trasladó a México junto con su hijo, quien entonces tenía cinco años.​ Se estableció en San Miguel de AllendeGuanajuato y ahí su amiga Carmen Mancip y su esposo James Hawkins fundaron la librería 'El colibrí' en 1959, en la cual se solían reunir algunos intelectuales y en la que Laville trabajaba. Hasta esa librería llegó Jorge Ibargüengoitia a buscar unos libros para dar un curso en la Universidad Americana y allí se conocieron.
Después de algún tiempo de vivir en pareja, se casaron en 1973 y vivieron en lugares como Inglaterra, Grecia y España.​ Tras casi veinte años juntos, Ibargüengoitia murió en un accidente aéreo cerca de Madrid, España en 1983. En ese momento residían en París y Laville decidió regresar a México, estableciéndose en Juitepec, cerca de CuernavacaMorelos, donde habitó hasta el día de su muerte.​ Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1986.

Joy Laville

TRAYECTORIA

Joy Laville no contó con una preparación artística formal, sólo con diversos cursos, entre el que se encuentra el del Instituto Allende en San Miguel de Allende, Guanajuato;​ lugar donde en un principio laboró como secretaria para pagar sus estudios. En su pintura ella afirmaba que su primera influencia fue James Pinto y el suizo nacionalizado mexicano Roger von Gunten, con quien también compartió durante su estancia en este pueblo guanajuatense.

Realizó las ilustraciones para las portadas de los libros de Jorge Ibargüengoitia.​ Realizó exposiciones individuales en Nueva York, Dallas, Washington D.C., Toronto, París, Barcelona y Londres.

Junto con Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Pedro Coronel y Francisco Toledo se le considera parte del grupo llamado la Generación de la Ruptura, aunque ella no se identificaba como tal.​ Algunas de sus obras se encuentran en el Museo de Arte de Dallas, National Museum of Women in the Arts en Washington D.C., en la Esso Oil de Canadá, en el Banco Nacional de México, en el Banco Nacional de Comercio, en el Museo de Arte Moderno, en el Museo José Luis Cuevas y en el Museo del Arzobispado de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.​

Una de sus últimas exposiciones, de nombre homónimo, se llevó a cabo en el Centro Cultural Jardín Borda en el año 2017. En ella mostró 130 obras, entre pinturas, grabado, cerámica y escultura.

​PREMIOS

Premio de Adquisición por el Palacio de Bellas Artes otorgado por Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), en 1966.
Medalla Bellas Artes en reconocimiento a su trayectoria artística, por el INBA en 2012.
Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes por la Secretaría de Eduación Pública en 2012.



PINTORA EN SU ISLA


Felicidades a Joy Laville, pintora anglo mexicana, Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012 (Bellas artes). Su esposo Jorge Ibargüengoitia, en algún lugar, sonríe.

Enrique Krauze
28 noviembre 2012

Look, stranger, at this island now
The leaping light for your delight discovers,
Stand stable here
And silent be,
That through the channels of the ear
May wander like a river
The swaying sound of the sea.

W. H. Auden: On this Island


Una niña hace castillos de arena en la playa de su lugar natal, la Isla de Wright, situada al sur de la isla madre: Inglaterra. Lleva puesto un sombrero de tela floreada, inmenso y algo cómico, y sonríe feliz ante la cámara. Al fondo se extiende la playa inmensa recortada por un mar de metal. Las  personas son detalles aislados, lejanos, inmóviles: cactus en el desierto. El horizonte es una  superficie de colores yuxtapuestos, perfiles suaves, mantos de cielo y arena que terminan o empiezan en el mar. Cualquier punto es el centro de una esfera de luz y claridad. El paisaje se escapa por los cuatro costados. Desde el piso superior de la hermosa residencia de su madre en Southsea, la niña revive la imagen de un famoso pintor de Wright:
From a window he could watch the voice of the long sea-wave as it swelled now and then in the dim-gray dawn.
Los paisajes que conocería después tendrían que homologarse a aquel paisaje original. Siempre prefirió el verde que se despliega libremente en las colinas, a los verdes presos en los cuidadosos jardines de la campiña.
Su infancia y juventud habían sido tan solares como su nombre: Joy. Al finalizar la guerra, casada con un oficial de la Fuerza Aérea Canadiense, se mudó a British Columbia. Por un tiempo desapareció el “joy” natural de Joy y, con él, el gusto por el paisaje. Necesitaba recobrarlo, pero no quiso volver a Inglaterra. Se enteró de México como es bueno enterarse: por la literatura y la leyenda, no por las oficinas de turismo. Había leído la jornada infernal de Malcolm Lowry por el paraíso de Cuernavaca (“¿Le gusta ese jardín, que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”). Sabía también, gracias a la Marquesa Calderón de la Barca, que para el mexicano la cortesía puede ser una liturgia. Como Lawrence, como tantos otros artistas europeos, sintió el imán de México y se dejó atraer. A los 33 años se mudó con su hijo a San Miguel Allende.
Había visitado  varios países, pero México le parecía “el más bello que había conocido”. Joy definía nuestro paisaje con una palabra intraducible: “lush”. Era un paisaje suculento, jugoso, fresco. Un paisaje frutal. Frente a él, Joy recuperó su ventana múltiple y la enriqueció con vistas sorprendentes al desierto y la selva, a valles y montañas, pero sobre todo a los mares y las playas. México no era una isla sino muchas, un país-península que había que recorrer lentamente y pintar por un proceso no de copiado sino de impregnación.
“Los cuadros de Joy –escribió un admirador- no son simbólicos, ni alegóricos, ni realistas. Son enigmas que no es necesario resolver, pero que es interesante percibir. El mundo que representan no es angustioso, sino alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico. Es el mundo de una artista que esta en buenas relaciones con la naturaleza”. Este admirador –Jorge Ibargüengoitia- era también alegre, ligeramente melancólico, un poco cómico y quizá hasta sensual. “Su humor –recuerda Joy- era espontáneo, todo en él era así”. Lo más natural es que entablaran buenas relaciones entre sí y se casaran. “Una de las cosas que faltaron en nuestro matrimonio –escribiría Ibargüengoitia- fue el elemento sorpresa. Nunca, ni por un momento, me he dicho: ¿quién hubiera dicho que esta mujer fuera con el tiempo a convertirse en mis esposa?”.
Con Jorge, Joy recorrió y retuvo las costas de México. En la serie de cuadros con paisajes de las costas de Jalisco, Jorge encontraría lo que no había sido “más que un borrón azul y verde: el mar lechoso de las mañanas, el azul intenso del mediodía, las formas de las palmeras, el color de las diferentes tierras, la apariencia de las lagunas interiores, los cerros negruzcos en el amanecer”. Luego, ya en la ciudad, siguió una época en que todas las mañanas,  al despertar, Jorge vio “una costa lejana, un mar tranquilo, el lecho seco de un río, dunas, unas palmeras”. La quieta atmosfera de la Isla de Wright se había impregnado de temas mexicanos. Como en un viaje hacia el centro de sí misma, Joy comenzaba imprimiendo colores fuertes a sus telas pero la violencia mexicana cedía poco a poco a la serenidad del fondo. Los tonos se diluyen y rebajan hasta que son menos fuertes, hasta lograr su objeto final: una armonía.
An isle under Ionian skies Beautiful as a wreck of Paradise
En los años sesenta, durante los cuatro meses que vivieron en Hydra, Joy y Jorge confirmaron el verso de Shelley. La casa era una isla: veía al mar, al valle, al pueblo y las montañas que dibujaban un perfil sinuoso “como cresta de dinosaurio”. Jorge se divertía utilizando los binoculares –hasta que encontró a un hombre que lo veía con binoculares. Joy pasaba horas en la veranda que miraba al valle. Por la ventana abierta en uno de los cuartos entraba la luz  e imponía suave, dulcemente un orden a las cosas. Luego, por la misma ventana, se escapaba y disolvía en espacios remotos, inalcanzables. En un cuadro que recuerdas esos días –los cuadros de Joy, como los sueños, no parten de apuntes sino de recuerdos- en una figura reposa en un interior. Los objetos descansan con ella, son parte orgánica del paisaje: valles en una sala, sillas que se tienden a meditar, floreros plantados como palmeras en un rincón. En sus telas las figuras humanas aparecen casi siempre desnudas, en “buenas relaciones con la naturaleza”: reclinadas, sentadas, caminando. A veces leen o nadan, duermen o contemplan el paisaje del que también forman parte. Nos invitan a acercarnos a la ventana, a compartir la quietud. A veces solo están y esperan.
Llegaría el momento en que Joy se pintaría a sí misma esperando a Jorge. Su falda es azul como el cielo en que cruza un pájaro gris con ala blanca como el color del gato que descansa en su regazo. No regresaría. Impregnada de lo esencial en Jorge –su corpachón contrastando con su cabeza, su sonrisa melancólica, el cocodrilo Lacoste en sus camisas, su figura ligeramente encorvada, su ritmo pausado, lento, su gusto por caminar, por contemplar-, Joy lo evocó mil veces hasta depositarlo en una pequeña barca en el río. los colores risueños no han cambiado. En este costado del río hay dos árboles unidos. El hombre está por llegar a la rivera opuesta. Ha dejado la zona más oscura y violenta del río. La cortina de bruma lo protege y le ayuda. Esta solo, pero lo espera una comitiva de palmeras y una playa del color de su mujer: “Vivo hace años con una mujer lila”.
Aunque Jorge “llevaba el sol adentro”, no se llevó el sol consigo. Joy siguió pintando y sonriendo. Es suave y dulce como una mujer frutal. Desde hace años vive bajo el volván, en Cuernavaca, pero en sus sueños y en los cuadros que los recogen, no hay barrancas ni bocas infernales ni siquiera un deteriorado jardín a punto de que los niños lo destruyan. Hay una extraordinaria paz de alma. Es la isla de sol que lleva adentro.

Semanario del Novedades, 8 septiembre 1988

LETRAS LIBRES



La dama pinta sueños

LA DAMA PINTA SUEÑOS

Jorge F. Hernández
04 noviembre 2015





Como quien mira a la Tierra desde muy lejos, predomina el azul en todos sus tonos. Los ocres se diluyen como si fueran conversaciones que es mejor guardar en el olvido y, de pronto, una efervescencia de diferentes verdes te recuerdan que también somos árboles. Se van diluyendo las formas como una sutil confirmación de la melancolía, no exenta de nostalgia, que se esconde en las biografías de todos los personajes que parecen moverse con solo mirarlos. Son sueños. Sueños compartidos que uno desconocía haber proyectado en un lienzo y que llegaron hasta allí por obra y gracia de una maga que –al revelar todos los días los trazos más íntimos de su alma– ha logrado conjugarse con quien se atreve a mirar sus cuadros. La dama pinta sueños.

H. Joy Laville empezó a pintar ya siendo madre de un niño de cinco años y habiendo dejado toda una biografía en los bosques más profundos de Canadá. Llegó a México por pura agua del azar y queda en secreto la tarde anónima en la que descendió de un tren en la estación de San Miguel de Allende, tres escalones a la nada. Pocos días después la rara mujer inglesa que jamás ha tenido que preocuparse por hablar en español o en inglés ya tomaba cursos de pintura en talleres del pueblo y se ofrecía como chelista para un quinteto de cuerdas que de vez en cuando se quedaba en cuarteto.

La vida se fue desenrollando con trazos al óleo y ese material acrílico que es invento de México, con los horarios de las escuelas de su hijo Trevor y con el día en que cambió el mundo para siempre: el día en que vio cruzar la plaza de San Miguel de Allende a un hombre que firmaba sus párrafos como Jorge Ibargüengoitia. Todo eso es preámbulo para una biografía compartida que merece redactarse con el mismo sosiego con el que Joy toma su aperitivo de tequilas todos los días, a la misma hora, pero sirve aquí como telón para intentar celebrar su más reciente antología visual.

Sucede que a Joy Laville no le gustan del todo las exposiciones o, por lo menos, en tiempos recientes reniega de esos escaparates públicos donde sus cuadros corren el riesgo de ser grafiteados por niños traviesos o del todo incomprendidos por damas sofisticadas que se creen sabihondas. No le gustan del todo, pero llegados los días de estreno parece la niña que jamás ha dejado de sacarle punta a sus lápices de colores, la niña que se volvió mujer con el uniforme azul de la Royal Air Force que portó durante la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra y todas las calles de su infancia en Isla de Wight, allí donde muchos hombres siguen soñando con el mar y donde no se necesita mucha imaginación para confirmar que hay por lo menos una vieja taberna que podría llamarse la posada del Almirante Benbow. La taberna donde Jim Hawkins limpiaba mesas sin saber que vivía no más que los primeros párrafos de una novela de piratas que habría de llevarlo a las más lejanas playas, colores pastel, palmeras que languidecen sobre el lienzo y se diluyen en el agua de los ojos de quien las contempla. Telas extendidas por donde un horizonte íntimo es una raya azul que atrapa la vista de una mujer desnuda recostada sobre un diván.

A lo lejos, vuela un avión que no tiene más simbolismo que la dulzura de su forma, un caramelo informe en medio del otro azul, el de los cielos que contrastan con todos los colores de las flores que pinta Joy en jarrones inmóviles. Son paisajes donde una conclusión psicoanalítica y necia podría argumentar que estamos ante la clonación constante de un solo autorretrato, como si solo fuera Joy la que se pinta a sí misma, cuando en realidad estamos ante un simple juego de palabras: cada cuadro que pinta esta dama que pinta sueños infunde no más que joy, que no necesariamente es sinónimo de happiness. No es el júbilo vano de la euforia ni la elación irracional de la ebriedad, sino una serena alegría, que habla en voz baja y se queda en la memoria como canción de cuna. Es la encarnación de saudade, esa feliz tristeza o dulce melancolía de quien habla con el vacío, habita el tiempo y se queda sonriente, de pie ante el lienzo que una vez más ha de poblarse de palmeras en medio de un plano vacío; mejor aún, es la encarnación de diversas mujeres, todas una, esa que sabe –como toda mujer– que hay un instante en su vida en que es nada menos que la mujer más bella del mundo, así esté sola contemplando la inmensidad de una habitación o el minúsculo paisaje de un reino que fue suyo. Es la mujer que abre los brazos en la portada de una novela de Ibargüengoitia y la musa que provoca que oscile cualquier espectador frente a su majestad, porque son cuadros de música, pintura de partitura íntima e improvisación colectiva donde cada quien que lo mire canta el son o escucha la sinfonía que prefiera. Es la mujer que se queda en silencio y el murmullo de todas las palabras que alguien susurró en la madrugada... Ciento doce piezas, óleos, acrílicos, pasteles y esa mujer de bronce que se puede quedar absorta mirando ya para siempre la enciclopedia de un muro vacío. Son una muestra del inmenso universo de Joy, la mujer que sonríe con la mirada y recita de memoria las rimas de su infancia, de un ayer entero que se ha quedado tatuado en su piel. Una muestra que de lejos parece azul, como la belleza que transpira verla de pie frente al caballete, o escuchar en voz alta las sílabas de su apellido, la H. de su nombre, como enigma que precede a Joy como para provocar que todas las iniciales de un alfabeto público se inclinen ante el imperio indoblegable del arte que lleva en la mirada la mujer que pinta sueños.
LETRAS LIBRES 



Una promesa de felicidad de Joy Laville. Conaculta, 2014

Las piezas que integran este libro provienen, más que de una selección con un discurso racional, de un mosaico de estados anímicos de una artista que pinta diariamente alrededor de ocho horas.
“Es una mujer avocada a su trabajo, cuyo universo es el color, así como las sensaciones, la delicadeza y el sueño”, comenta Ortiz Monasterio. Al observar sus piezas se encuentran paisajes iluminados, habitaciones con flores y parejas en toques pastel.
El poeta Alberto Blanco propuso realizar este ejemplar, por lo que es él quien realiza el texto introductorio sobre la obra de la pintora inglesa.


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