viernes, 24 de febrero de 2012

Jerzy Kosiński


DE OTROS MUNDOS

Jerzy Kosinski / Citas

Jerzy Kosinski / Los caballeros de la mesa redonda

Jerzy Kosinski / Pasos / Reseña

Jerzy Kosinski / Así el mundo empezaría y moriria conmigo

Jerzy Kosinski / El pájaro pintado / Fragmento

Jerzy Kosinski /  INDULTADO

Jerzy Kosinski / El amante secreto

Los traumas de Jerzy Kosinski: reales e inventados



 Jerzy Kosiński

Josek Lewinkopf

(1933 - 1991)

Jerzy Kosiński, escritor americano de origen judío, nació el 18 de junio de 1933, en Łódź, bajo el nombre de Josek Lewinkopf, y murió el  3 de mayo de 1991 en Nueva York. Autor entre otras cosas de The Painted Bird (1965) y Being There (1971), que dio origen a la película del mismo nombre (Oscar 1979).

          Kosinski nació en Łódź, Polonia. Sobrevivió con su familia a la Segunda Guerra Mundial bajo una falsa identidad (Jerzy Kosinski), oculto entre campesinos polacos en el este del país. Un sacerdote católico le entregó un falso certificado de bautismo. Después de la guerra vuelve de nuevo a Łódź y estudia Ciencias Políticas. Emigra a Estados Unidos en 1957. Estudia en la Universidad de Columbia, con la ayuda de las fundaciones  Guggenheim (1967) y Ford (1968), y de la American Academy (1970). A continuación se convierte en profesor a  Yale, Princeton, Davenport University y Wesleyan. En 1965 obtiene la ciudadanía americana.
            Obtuvo numerosos premios literarios: el premio National Book Award(1969), el premio  del mejor libro extranjero (1966), entre otros. En 1973 pasa a ser presidente de la sección americana el PEN Club. Fue también presidente del Instituto de los Estudios Judíos de la Universidad de Oxford.
           El libro más importante de Kosinski es El pájaro pintado (1965), un libro muy especial, probablemente escrito por varios “redactores” (en esta época Kosinski no dominaba suficientemente aún el inglés), donde se mezclan las impresiones de la guerra, la descripción del estado totalitario y los elementos fantásticos. Después de su publicación, una parte de la crítica lo interpretó como un documento autobiográfico sobre el Holocausto y otra parte como una ficción literaria. En Polonia sobre todo la interpretación documental causó a honda conmoción. La prensa señaló la ingratitud de Jerzy, sobre todo con la familia que lo albergó en los tiempos dífiles, y la falta de delicadeza al mencionar con sus nombres reales a ciertos niños judíos. Kosinski describió a los campesinos como criminales y violadores de niños. Solo al final de su vida Kosinski admitirá que su relato era una ficción. (Véase Passing by, 1992).

          Otro título esencial de la obra de Kosinski, Beeing There, hizo también escándalo. La película extraída de este texto, Bienvenido Mr. Chance, conoció un gran éxito pero al autor se acusó de plagio. La historia es en efecto muy próxima a una novela de Tadeusz Dołęga-Mostowicz, Kariera Nikodema Dyzmy (1932), una de las lecturas preferidas del joven Kosinski.
          En 1989, después del cambio de régimen en Polonia, participa en la fundación de un banco americano para aliviar el proceso de democratización.
         La noche de 3 de mayo de 1991 llama a una amiga, la cantante de jazz Urszula Dudziak, y luego toma barbitúricos con una gran dosis de alcohol y se tiende en la bañera con la cabeza metida en una bolsa de plástico. En la mañana, su mujer, Katherina von Fraunhofer, lo encuentra muerto.


EL PÁJARO PINTADO
A POSTERIORI

    Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.
    En la primavera de 1963, visité Suiza con Mary, mi esposa de nacionalidad norteamericana. En otras oportunidades habíamos pasado nuestras vacaciones en ese país, pero ahora estábamos allí por otra razón: hacía meses que ella se debatía contra una enfermedad presuntamente incurable y viajamos a Suiza para consultar a otro grupo de especialistas. Puesto que proyectábamos quedarnos bastante tiempo, nos instalamos en una suite de un hotel palaciego que dominaba el litoral lacustre de un antiguo y refinado centro turístico.
    Entre los clientes estables del hotel había una camarilla de opulentos europeos occidentales que habían llegado a la ciudad inmediatamente antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Todos habían abandonado sus patrias antes de que la matanza comenzara realmente y nunca habían tenido que luchar a brazo partido. Una vez instalados en su oasis suizo, se convencieron de que la autoconservación no implicaba, para ellos, otra cosa que ir sobreviviendo de día en día. La mayor parte de ellos rondaban los setenta o los ochenta años, y se trataba de gente sin objetivos vitales, que durante todo el día parloteaban obsesivamente sobre su envejecimiento y tenían cada vez menos fuerzas o voluntad para abandonar el refugio del hotel. Pasaban el tiempo en los salones y restaurantes o paseando por el parque privado. A menudo les seguía, deteniéndome junto con ellos frente a los retratos de estadistas que habían visitado el hotel entre ambas guerras, y leyendo, al mismo tiempo que ellos, las oscuras placas que conmemoraban las diversas conferencias de paz internacionales celebradas en las salas de convenciones del hotel después de la Primera Guerra Mundial.
    Ocasionalmente conversaba con algunos de estos exiliados voluntarios, pero cada vez que aludía a los años de guerra en Europa Central u Oriental, tenían la precaución de recordarme que, como habían llegado a Suiza antes de que estallara el conflicto, sólo lo conocían por referencias vagas, a través de informaciones de prensa y radio. Hablando de un país donde se habían levantado la mayoría de los campos de exterminio, señalé que sólo entre 1939 y 1945 habían muerto un millón de personas como consecuencia de las acciones militares directas, en tanto que los invasores habían matado a cinco millones y medio. Más de tres millones de víctimas fueron judíos, y la tercera parte de éstos tenían menos de dieciséis años. La proporción de muertos ascendía a doscientos veinte por cada mil habitantes, y sería imposible calcular el número de los que habían resultado mutilados, traumatizados, lesionados física o espiritualmente. Mis interlocutores asintieron amablemente, y confesaron que siempre habían pensado que los periodistas, apremiados por el exceso de tareas, habían exagerado mucho las informaciones acerca de los campos de concentración y las cámaras de gas.
    Les aseguré que, en razón de haber pasado mi infancia y adolescencia en Europa Oriental durante los años de la guerra y la posguerra, sabía que la realidad había sido mucho más brutal que las fantasías más extravagantes.
    Durante los días que mi esposa permanecía en la clínica, para someterse al tratamiento, yo alquilaba un automóvil y viajaba sin rumbo fijo. Rodaba por las carreteras suizas pulcramente cuidadas, que discurrían sinuosamente entre campos erizados de trampas antitanques, chatas, de acero y hormigón, implantadas durante la guerra para impedir el avance de los grandes carros blindados. Continuaban allí, como barreras ruinosas contra una invasión que jamás se había producido, tan superfluas e inútiles como los anacrónicos exiliados del hotel.
    Muchas tardes, alquilaba un bote y bogaba sin rumbo por el lago. En esos momentos experimentaba intensamente mi soledad: mi esposa, el nexo emocional que me unía a mi vida en los Estados Unidos, estaba agonizando. Sólo podía comunicarme con lo que quedaba de mi familia en Europa Oriental mediante cartas esporádicas, crípticas, que siempre debían pasar por manos del censor.
    Mientras navegaba a la deriva por el lago, me sentía hostigado por la desesperanza. No sólo por la soledad, ni por el miedo a la muerte de mi esposa, sino por una angustia que derivaba directamente de la vacuidad de las vidas de los exiliados y de la inutilidad de las conferencias de paz de posguerra. Cuando pensaba en las placas que adornaban los muros del hotel, ponía en duda que los autores de los tratados de paz los hubieran firmado de buena fe. Los hechos que habían seguido a las conferencias justificaban, desde luego, mis dudas. Sin embargo, los ancianos expatriados que residían en el hotel seguían convencidos de que la guerra había constituido una aberración inexplicable en un mundo de políticos bienintencionados cuyo humanitarismo estaba fuera de toda discusión. No podían admitir que determinados garantes de la paz se habían convertido posteriormente en los iniciadores de la guerra. Por obra de esta ingenuidad, millones de seres, como mis padres, y como yo mismo, que no tuvimos la oportunidad de escapar, nos vimos obligados a participar en episodios mucho más atroces que aquellos que los tratados habían prohibido con tanta grandilocuencia.
    La marcada discrepancia entre los hechos tal como yo los conocía, y la cosmovisión nebulosa, poco realista, de los exiliados y los diplomáticos, me preocupaba profundamente. Empecé a revisar mi pasado y de los estudios de ciencias sociales pasé ala ficción. Sabía que ésta podía mostrar la vida tal como la vivimos auténticamente, a diferencia de la política, que sólo ofrece promesas extravagantes de un futuro utópico.
    Cuando llegué a los Estados Unidos, seis años antes de realizar aquel viaje a Suiza, estaba resuelto a no volver jamás al país donde había pasado los años de la guerra. Sólo había sobrevivido por casualidad, y siempre había tenido la conciencia acuciante de que otros centenares de miles de niños habían sido sentenciados a muerte. Pero aunque me indignaba esta injusticia, no me veía como un traficante de culpas personales y reminiscencias íntimas, ni como un cronista del desastre que asoló a mi pueblo y mi generación, sino simplemente como un narrador.
    «… la verdad es lo único en que la gente no difiere. Todo el mundo está subconscientemente dominado por el anhelo espiritual de vivir, por la inspiración de vivir a cualquier precio; queremos vivir porque vivimos, porque todo el mundo…», escribió un judío internado en un campo de concentración poco antes de morir en la cámara de gas. «Henos aquí en compañía de la muerte —escribió otro internado—. Tatúan a los recién llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino un número ambulante desprovisto de valor… Nos aproximamos a nuestras nuevas tumbas… Aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro. Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible asimilar este nuevo lenguaje…» El objetivo que perseguía al escribir una novela fue el de examinar «este nuevo lenguaje» de la brutalidad con su consiguiente contralenguaje de angustia y desesperación. Escribiría el libro en inglés, idioma en el que ya había escrito dos obras de psicología social, porque había renunciado a mi lengua materna al abandonar mi patria. Además, como el inglés aún era nuevo para mí, podría escribir desapasionadamente, libre de la connotación emocional que siempre tiene la lengua nativa.
    A medida que empezó a desarrollarse la trama, comprendí que deseaba ampliar ciertos temas, modulándolos a lo largo de una serie de cinco novelas. Este ciclo de cinco libros presentaría aspectos arquetípicos de la relación entre el individuo y la sociedad. El primero de ellos abordaría la más universalmente accesible de estas metáforas sociales: describiría al hombre en su estado más vulnerable, como un niño, y a la sociedad en su forma más mortífera, en estado de guerra. Mi idea básica consistía en que la confrontación entre el individuo indefenso y la sociedad aplastante, entre el niño y la guerra, simbolizara la condición antihumana esencial.
    Pensaba, además, que las novelas sobre la infancia exigen el acto más sustancial de compromiso imaginativo. Puesto que no tenemos acceso directo a ese período excepcionalmente sensible y temprano de nuestra vida, debemos recrearlo antes de poder enjuiciar nuestra personalidad actual. Aunque todas las novelas nos obligan a practicar este acto de transferencia, porque hacen que nos experimentemos como seres distintos, generalmente es más difícil imaginarnos como niños que como adultos. Cuando empecé a escribir, recordé Los pájaros, la comedia satírica de Aristófanes. Sus protagonistas, inspirados en ciudadanos importantes de la Antigua Atenas, quedaron reducidos al anonimato en un mundo idílico y natural, «una comarca de manso y dulce reposo, donde el hombre puede dormir plácidamente y echar plumas». Me impresionaron la pertinencia y universalidad del enfoque que Aristófanes había suministrado más de dos milenios atrás. El empleo simbólico de los pájaros, que le permitía tratar hechos y personajes concretos sin las restricciones que impone la circunstancia de escribir tratados de Historia, me pareció especialmente apropiado, porque lo asocié con una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran con sus bandadas. Cuando dichos pájaros de refulgentes colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos que los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados y los picoteaban hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.
    Dado que me veía sólo como narrador, la primera edición de El pájaro pintado incluía un mínimo de información acerca de mi persona, y me negué a conceder entrevistas. Pero esta misma actitud me colocó en una situación conflictiva. Escritores, críticos y lectores bienintencionados buscaron datos para fundamentar sus asertos de que la novela era autobiográfica. Querían endilgarme el papel de portavoz de mi generación, y especialmente de quienes habían sobrevivido a la guerra. Pero a mi juicio, la supervivencia era un acto individual que sólo le otorgaba al sobreviviente el derecho a hablar en nombre de sí mismo. Pensaba que los hechos de mi vida y mis orígenes no debían servir para afirmar la autenticidad del libro, ni tampoco para incitar al público a leer El pájaro pintado.
    Además, opinaba entonces, como opino ahora, que la ficción y la autobiografía son dos géneros muy distintos. La autobiografía pone énfasis en una sola vida: invita al lector a contemplar la existencia de otro hombre, y le alienta a comparar su propia vida con la del protagonista. En cambio, la vida ficticia obliga al lector a participar: no se limita a comparar, sino que realmente asume un papel ficticio, expandiéndolo en el contexto de su propia experiencia, de sus propias facultades creativas e imaginativas.
    Seguía resuelto a que la vida de la novela fuera independiente de la mía. Protesté cuando muchos editores extranjeros se negaron a publicar El pájaro pintado sin incluir, a manera de prefacio o de epílogo, fragmentos de mi correspondencia personal con uno de mis primeros editores de lengua extranjera. Esperaban que estos fragmentos amortiguaran el impacto del libro. Yo había escrito dichas cartas para explicar, y no para mitigar, la visión de la novela. Si se las situaba entre el libro y sus lectores, violarían la integridad de la novela e impondrían mi presencia inmediata en una obra destinada a valer por sí misma. La edición en rústica de El pájaro pintado, que apareció un año después del original, no contenía ninguna información biográfica. Quizá fue por esto que en muchas bibliografías no se incluía a Kosinski entre los escritores contemporáneos, sino entre los difuntos.
    Después de la aparición de El pájaro pintado en los Estados Unidos y Europa Occidental (nunca se publicó en mi patria, ni se permitió su introducción), algunos diarios y revistas de Europa Oriental emprendieron una campaña contra la obra. No obstante sus diferencias ideológicas, muchos periódicos atacaron los mismos pasajes de la novela (que citaban generalmente fuera de contexto) y alteraron secuencias para fundamentar sus acusaciones. Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos. Estas publicaciones, ostensiblemente ajenas al hecho de que todo libro editado en los Estados Unidos debe estar registrado en la Biblioteca del Congreso, citaban incluso el número del catálogo de la Biblioteca como prueba concluyente de que el gobierno norteamericano había propiciado la novela. A la inversa, los periódicos antisoviéticos destacaban la simpatía con que, según decían, había pintado a los soldados rusos, y la esgrimían como testimonio de que la obra intentaba justificar la presencia soviética en Europa Oriental.
    La mayoría de los ataques de la Europa Oriental se fundaban sobre la presunta naturaleza específica de la novela. Aunque yo me había asegurado de que los nombres de personas y lugares que había empleado no se pudieran asociar exclusivamente con un grupo nacional determinado, mis críticos afirmaban acusadoramente que El pájaro pintado era una descripción difamatoria de la vida en comunidades identificables, durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos detractores afirmaban incluso que mis alusiones al folklore y a costumbres nativas, tan insolentemente detalladas, constituían caricaturas de sus propias provincias natales. Otros vituperaban la novela porque deformaba el acervo nativo, porque calumniaba el carácter campesino y porque reforzaba las armas propagandísticas de los enemigos de la región. Irónicamente, la novela empezó a asumir un papel no muy distinto del de su protagonista, el niño, un nativo transformado en extranjero, un gitano al que le atribuyen el control de fuerzas destructivas y la capacidad de echar maleficios sobre todos quienes se cruzan en su camino.
    La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país, no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, «Sobre los pasos de El pájaro pintado», con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.
    Uno de los mejores y más respetados autores de Europa Oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental le obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la complementó con una «Carta abierta a Jerzy Kosinski» que apareció en la revista literaria que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.
    Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaba de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.
    Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.
    Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando  falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.
    En los Estados Unidos, las informaciones periodísticas sobre estos ataques en el extranjero desencadenaron un aluvión de cartas amenazadoras anónimas escritas por europeos orientales naturalizados, quienes pensaban que yo había calumniado a sus compatriotas y denigrado su linaje étnico. Casi ninguno de los corresponsales anónimos parecía haber leído verdaderamente El pájaro pintado: la mayoría de ellos se limitaban a repetir los denuestos formulados en la Europa del Este, reproducidos de segunda mano en revistas de emigrados.
    Un día, cuando estaba solo en mi apartamento de Manhattan, sonó el timbre. Abrí inmediatamente la puerta, pensando que era un envío que había pedido. Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas, me empujaron al interior de la habitación y cerraron la puerta violentamente a sus espaldas. Me acorralaron contra la pared y me escudriñaron con detenimiento. Uno de ellos, aparentemente desorientado, sacó del bolsillo un recorte periodístico. Se trataba del artículo del New York Times sobre los ataques contra
El pájaro pintado, y contenía una reproducción borrosa de una vieja foto mía. Mientras vociferaban algo acerca de la novela, mis agresores empezaron a amenazarme con fragmentos de tubos de acero envueltos en periódicos, que habían extraído del interior de sus mangas, haciendo ademán de pegarme. Argumenté que yo no era el autor. El hombre de la fotografía, dije, era un primo con el que me confundían a menudo. Agregué que acababa de salir pero que volvería de un momento a otro.
    Cuando los hombres se sentaron en el sofá para esperarlo, sin soltar sus armas, les pregunté qué deseaban. Uno de ellos respondió que habían venido a castigar a Kosinski por
El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes. Aunque ellos vivían en los Estados Unidos, me aseguraron, eran auténticos patriotas. Pronto se le sumó su compañero, denigrando a Kosinski y utilizando el dialecto rural que yo recordaba tan bien. Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénagas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado, y por un instante me sentí muy dueño de ambos. Si en verdad eran mis personajes, me parecía muy natural que me visitaran, y en consecuencia les ofrecí cordialmente vodka que, después de una vacilación inicial, aceptaron ávidamente. Mientras bebían, empecé a ordenar algunos papeles de mi biblioteca y luego extraje con la mayor naturalidad un pequeño revólver que estaba oculto detrás del Dictionary of Americanisms en dos volúmenes, en el extremo de un estante. Les ordené a los hombres que dejaran caer sus armas y alzaran las manos, y apenas obedecieron cogí mi cámara. Con el revólver en una mano y la cámara en la otra, les tomé rápidamente media docena de fotos. Anuncié que esas instantáneas demostrarían la identidad de ambos si alguna vez resolvía denunciarlos por violación de domicilio e intento de agresión. Me suplicaron que los perdonara. Al fin y al cabo, alegaron, no nos habían hecho daño ni a mí ni a Kosinski. Fingí reflexionar, y después de un rato respondí que, como había registrado sus imágenes, no tenía motivos para detenerles en carne y hueso.
    Ese no fue el único incidente en el que sentí las repercusiones de la campaña de difamación europea oriental. En varias oportunidades me interpelaron fuera de mi casa o en mi garaje. Tres o cuatro veces unos desconocidos me identificaron en la calle y me espetaron comentarios hostiles o adjetivos injuriosos. En un concierto que se celebró en honor de un pianista nacido en mi país, un batallón de ancianas patriotas me acometió con sus paraguas, en tanto chillaban insultos ridículamente anacrónicos. Aun ahora, diez años después de la publicación de El pájaro pintado, los ciudadanos de mi antiguo país, donde la novela todavía está prohibida, siguen acusándome de traición, trágicamente ajenos al hecho de que al engañarlos premeditadamente, el Gobierno continúa alimentando sus prejuicios, convirtiéndolos en víctimas de las mismas fuerzas de las que mi protagonista, el niño, se salvó por un pelo.
    Aproximadamente un año después de la aparición de El pájaro pintado, el PEN Club, una asociación literaria internacional, se comunicó conmigo respecto de una joven poetisa de mi país. Había viajado a los Estados Unidos para someterse a una complicada operación cardíaca que, lamentablemente, no había respondido a las expectativas de los médicos. No hablaba inglés y el PEN me informó que necesitaría ayuda durante los primeros meses posteriores a la intervención. Aún frisaba en los veinte, pero ya había publicado varios volúmenes de poesías y estaba catalogada como una de las jóvenes escritoras más prometedoras del país. Hacía varios años que yo conocía y admiraba su obra, y me complació la perspectiva de encontrarme con ella.
    Durante las semanas que duró su recuperación en Nueva York, paseamos por la ciudad. La fotografié a menudo, utilizando como fondo el parque y los rascacielos de Manhattan. Nos convertimos en buenos amigos y ella solicitó la ampliación de su visado, pero el consulado se negó a renovarlo. Como se resistía a abandonar definitivamente su lengua y su familia, no le quedó otra alternativa que volver a la patria. Más tarde me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra estrecha amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo aparecería como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.
    Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.
    Tanto cuando las reseñas elogiaban la novela, como cuando la vituperaban, los comentarios occidentales sobre El pájaro pintado siempre encerraban un substrato de desasosiego. La mayoría de los críticos norteamericanos y británicos objetaron mis descripciones de las experiencias del niño, alegando que ponían demasiado énfasis en la crueldad. Muchos tendían a menospreciar al autor, junto con la novela, afirmando que había explotado los horrores de la guerra para satisfacer mi propia imaginación. Con ocasión de la celebración del vigésimo quinto aniversario de la creación de los National Book Awards, un respetado novelista norteamericano contemporáneo escribió que libros como El pájaro pintado, con su terrible brutalidad, no auguraban nada bueno para el futuro de la novela en lengua inglesa. Otros críticos argumentaron que sólo se trataba de un libro de reminiscencias personales, e insistieron en que, en la Europa Oriental lacerada por la guerra, cualquiera podía urdir una historia desbordante de dramatismo atroz.
    En verdad, casi ninguno de los que afirmaron que el libro era una novela histórica se molestaron en consultar los auténticos documentos originales. Mis críticos desconocían los relatos personales de los sobrevivientes y los informes oficiales sobre la guerra, o no les concedían importancia. Ninguno de ellos se molestó en dedicar un poco de su tiempo a la lectura de testimonios muy accesibles, como el de una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa Oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: «Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea —escribió la joven—. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebataban los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus hijos, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano. Los muertos fueron sepultados en cinco fosas comunes». Todas las aldeas de Europa Oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.
    En otros documentos, el comandante de un campo de concentración admitió sin vacilar que «la norma era matar inmediatamente a los niños porque eran demasiado jóvenes para trabajar». Otro comandante declaró que en cuarenta y siete días preparó un envío a Alemania de casi cien mil prendas de vestir de niños judíos que habían sido exterminados con gas. El diario de un judío que trabajaba en la cámara de gas explica que «de un total de cien gitanos que morían diariamente en el campo, más de la mitad eran niños». Y otro trabajador judío describió cómo los guardias de las SS manoseaban despreocupadamente los órganos sexuales de todas las adolescentes que pasaban rumbo a las cámaras de gas.
    Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa Oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración. Me acusaron de diluir la verdad histórica y de complacer servilmente la sensibilidad de los anglosajones, cuya única experiencia de un cataclismo nacional se había registrado un siglo atrás, durante la Guerra Civil, cuando hordas de niños abandonados merodeaban por el Sur devastado.
    Me resultó difícil impugnar críticas de esta naturaleza. En 1938, aproximadamente sesenta miembros de mi familia concurrieron a una de nuestras últimas reuniones anuales. Entre ellos había destacados estudiosos, filántropos, médicos, abogados y financieros. Sólo tres sobrevivieron a la guerra. Además, mi madre y mi padre habían presenciado la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la represión de las minorías durante los años 20 y 30. Casi todos los años de sus vidas estuvieron marcados por el sufrimiento, la división de las familias, y la mutilación y la muerte de los seres queridos, pero ni siquiera ellos, que habían presenciado tantas atrocidades, estaban preparados para el salvajismo que se desató en 1939.
    Durante todo el curso de la Segunda Guerra Mundial vivieron constantemente en peligro. Estaban obligados a buscar casi diariamente nuevos escondites, y la suya fue una existencia en la que eran componentes habituales el miedo, la huida y el hambre. El hecho de tener que residir siempre entre extraños, sumergiéndose en vidas ajenas para disfrazar las propias, generó en ellos un sentimiento perenne de desarraigo. Más tarde, mi madre me contó que, incluso cuando estaban físicamente a salvo, vivían constantemente atormentados por la idea de que la decisión de alejarme hubiera sido equivocada y de que quizás habría estado más seguro con ellos. No había palabras, dijo, para describir la angustia que experimentaban al ver a los niños que eran conducidos hacia los trenes que los llevarían a los hornos o a los espantosos campos especiales dispersos por todo el país.
    Por tanto, fue pensando sobre todo en ellos y en personas como ellos que quise escribir una ficción que reflejara, y quizás exorcizara, los horrores que les habían parecido tan indescriptibles.
    Después de la muerte de mi padre, mi madre me entregó los centenares de libretas de apuntes que él había llenado durante la guerra. Incluso mientras huía, me contó mi madre, cuando nunca estaba realmente convencido de que podría salvarse, mi padre se las apañaba de alguna manera para redactar extensas notas sobre sus estudios de especialista en matemáticas, con una grafía delicada y minúscula. Era fundamentalmente un filólogo y clasicista, pero durante la guerra únicamente las matemáticas le permitían evadirse de la realidad cotidiana. Sólo cuando se sumergía en el ámbito de la lógica pura, cuando se abstraía del mundo de las letras con su comentario implícito sobre los asuntos humanos, mi padre podía trascender la brutalidad y la infamia que le circundaban diariamente.
    Cuando murió mi padre, mi madre buscó en mí algún reflejo de sus características y su temperamento. Sobre todo le inquietaba que, a diferencia de mi padre, yo hubiera optado por expresarme públicamente mediante la palabra escrita. Durante toda su vida mi padre se había negado consecuentemente a hablar en público, a dictar conferencias, a escribir libros o artículos, llevado de su creencia en la naturaleza sagrada de la intimidad. A su juicio, la existencia más satisfactoria era la que pasaba inadvertida al mundo. Estaba convencido de que el individuo creativo, cuyo arte le convierte en centro de atención, paga el éxito de su obra con su propia dicha y la de sus seres queridos.
    El anhelo de anonimato que alimentaba mi padre formaba parte de un constante esfuerzo por construir su propio sistema filosófico, al que nadie más tendría acceso. A la inversa, yo, que desde mi infancia había convivido diariamente con la exclusión y el anonimato, me sentía impulsado a crear un mundo de ficción que estuviera al alcance de todos.
    No obstante su desconfianza por la palabra escrita, mi padre fue el primero que me estimuló, involuntariamente, a escribir en inglés. Después de mi llegada a los Estados Unidos, con la misma paciencia y precisión con que había redactado sus libretas de apuntes, empezó a enviarme una serie de cartas diarias que contenían explicaciones minuciosamente detalladas sobre los puntos críticos de la gramática y la lengua inglesas. Estas lecciones, mecanografiadas sobre papel cebolla con puntillosidad de filólogo, no contenían noticias personales ni locales. Probablemente era poco lo que la vida no me había enseñada ya, argüía mi padre, y no tenía nuevos secretos para transmitirme.
    En esa época mi padre había sufrido varias crisis cardíacas y el debilitamiento de sus ojos había reducido su campo visual a una superficie de aproximadamente una cuartilla tamaño folio. Sabía que se le estaba terminando la vida y debió de pensar que la única herencia que podía legarme era su propio conocimiento de la lengua inglesa, perfeccionado y enriquecido por una existencia consagrada al estudio.
    Sólo cuando supe que nunca volvería a verle comprendí hasta qué punto me había conocido y cuánto me había amado. Puso un gran empeño en enunciar cada lección adaptándola a mi idiosincrasia particular. Los ejemplos de uso del idioma inglés que seleccionaba procedían siempre de los poetas y escritores que yo admiraba, y abordaban indefectiblemente temas e ideas que me interesaban particularmente.
    Mi padre falleció antes de que apareciera El pájaro pintado, sin ver jamás el libro al que había hecho tantas aportaciones. Ahora, al releer sus cartas, comprendo la inmensa sabiduría de mi padre: quiso legarme una voz que me guiara por un nuevo país. Seguramente pensó que esta herencia me daría los medios necesarios para participar cabalmente en la vida del país donde había decidido construir mi futuro.
    A fines de la década de 1960, los Estados Unidos asistieron a un debilitamiento de las restricciones sociales y artísticas, y los colegas y las escuelas empezaron a adoptar El pájaro pintado como material suplementario de lectura en los cursos de literatura moderna. Los alumnos y profesores me escribían con frecuencia, y recibía copias de los exámenes y ensayos que versaban sobre el libro. Muchos jóvenes lectores encontraban analogías entre los personajes y episodios de la obra, y personas y situaciones de su propia vida. Además, la obra suministraba una topografía para quienes veían el mundo como una batalla entre los cazadores de pájaros y estos últimos. Dichos lectores, y sobre todo los miembros de las minorías étnicas y quienes se sentían en inferioridad de condiciones sociales, descubrían ciertos elementos de su propia situación en la contienda del niño, e interpretaban El pájaro pintado como un reflejo de su propia lucha por la supervivencia intelectual, emocional o física. Veían que las penurias del niño en las marismas y los bosques se prolongaban en los ghettos y ciudades de otro continente donde el color, el idioma y la educación marcaban inexorablemente a los «extraños», a los peregrinos de espíritu emancipado, a quienes los «autóctonos», la mayoría poderosa, temían, segregaban y atacaban. Otro grupo de lectores abordaba la novela con la esperanza de que expandiera su visión y les abriera las puertas de un paisaje ultraterreno, semejante al de El Bosco. Hoy, muchos años después de la creación de El pájaro pintado, me siento inseguro en su presencia. La década pasada me ha permitido enfocar la novela con la objetividad de un crítico; pero la controversia generada por el libro y los cambios que provocó en mi propia vida y en las de los seres próximos a mí, me inducen a poner en tela de juicio la decisión inicial de escribirlo.
    No había previsto que la novela asumiría una existencia propia, ni que, en lugar de ser un desafío literario, se convertiría en una amenaza para la vida de los míos. Desde el punto de vista de los gobernantes de mi país, a la novela, como al ave, había que expulsarla de la bandada. Después de atrapar el pájaro, pintarle las plumas y soltarlo, me limité a hacerme a un lado y observar cómo producía sus estragos. Si hubiera sospechado cuál sería su destino, quizá no lo habría escrito. Pero el libro, como el niño, ha soportado los ataques. El ansia de sobrevivir se desencadena por razones intrínsecas. ¿Acaso es posible mantener más prisionera a la imaginación que al niño?

    Jerzy Kosinski, Ciudad de Nueva York, 1976.


Bibliografía selectiva 

  • 1965  The Painted Bird (Pájaro pintado)
  • 1968  Steps (Pasos)
  • 1971  Being There (Bienvenido Mr. Chance / Desde el jardín)
  • 1973  The Devil Tree (El árbol del diablo)
  • 1975  Carlinga (Carlinga)
  • 1977  Blind Fecha (El socio desconocido)
  • 1979  Pasión Play (El juego de la pasión)
  • 1982  Pinball
  • 1988  The Hermit of 69 th Street (Ermitaño de la calle 69)
  • 1992  Passing By (post mortem)



martes, 14 de febrero de 2012

Lucian Freud


(1922 – 2011)


BIOGRAFÍA BREVE


Pintor inglés de origen alemán, creador de obras precisas y realistas, conocido por su extraordinaria maestría en la representación de las figuras humanas. Nieto de Sigmund Freud, nació en Berlín el 8 de diciembre de 1922 y emigró a Inglaterra con su familia en 1933. Entre 1938 y 1943 estudió arte en Londres y en Dedham. Alcanzó fama internacional durante la década de 1950 y desde ese año se han llevado a cabo numerosas exposiciones de su obra por todo el mundo. Aunque en su primera etapa experimentó dentro del surrealismo y el neorromanticismo, encontró su estilo personal en obras de un realismo muy detallado como, por ejemplo, en el sombrío cuadro Interior en Paddington (1951, Galería de Arte Walker, Liverpool). Entre sus últimas pinturas, caracterizadas por una pincelada más expresiva y un mayor contraste de color, destacan una serie de retratos de su madre de gran penetración psicológica. Freud fue uno de las artistas más representativos de su generación, y ha desempeñado un papel vital en la continuación de la tradición figurativa en la pintura británica del siglo XX. Murió el 20 de julio de 2011.




OTROS DATOS

Pintor británico de origen alemán, hijo de un arquitecto y nieto del creador del psicoanálisis, Lucian Freud emigró al Reino Unido junto con toda su familia en 1932, huyendo de la corriente antisemita que se apoderaba de su país de origen.

Su pintura se compone casi exclusivamente de retratos en los que desnuda al modelo con voluptuosidad. Son casi siempre sus amigos o amantes y los pintaba con deliberada lentitud, siempre del natural, para captar sus instintos mientras posaban. Freud dijo al respecto que quería que su pintura ejerciera “idéntico efecto que la carne”.

Aunque en su juventud mostraba una indudable influencia del Surrealismo, su evolución se dirigió hacia una figuración próxima a los planteamientos de Otto Dix y Oscar Kokoschka en la Nueva Objetividad, aunque no lograría su lenguaje más genuino hasta que afianzó la relación con Auerbach y Bacon, pintores con los que integra la denominada Escuela de Londres.

Fue Francis Bacon quien le animó a sumergirse en la materia pictórica con absoluta libertad de las exigencias del dibujo. Sus pinceladas se volvieron entonces rudas y angulosas, sin que ello supusiera traicionar su gusto por el detalle. La obra de Freud es íntima, desgarrada, desoladora. Los cuerpos flácidos de sus modelos perturban al espectador con una intensidad autobiográfica que casi siempre está lejos de cualquier intención sexual. Él mismo no se retrató desnudo hasta pasados los 70 años.

Sus exposiciones en la galería Marlborough le dieron un éxito arrollador que no paró de crecer desde la retrospectiva que recorrió Washington, París, Londres y Berlín durante los años 80. Su última gran exposición tuvo lugar en 2010 en el Centro Pompidou de París donde ofreció una visión peculiar de su obra con medio centenar de lienzos de gran formato.

Las obras de Lucian Freud pulverizan records de cotización en cada nueva subasta y nadie discute que se ha convertido, por derecho propio, en una de las más grandes figuras del Arte contemporáneo.




CAMBIOS DE ESTILO


Las primeras pinturas de Freud a menudo están asociadas con el  surrealismo y muestran personas y plantas en yuxtaposiciones inusuales. Estos trabajos están usualmente hechos con pintura muy fina y a partir de los años 1950 empezó a realizar retratos, muy a menudo desnudos, sin nada más, utilizando la técnica del empasto (o impasto). Los colores son a menudo neutros.

Los temas de Freud son personas y sus vidas; amistades, familia, colegas, amantes y niños. En contadas ocasiones acepta retratos por encargo. Como él mismo dice en sus memorias: "El tema es autobiográfico, cuanto tiene que ver con la esperanza y la memoria y la sensualidad y la participación, la verdad..." "Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son".

El uso de animales en sus composiciones está muy extendido y es a menudo característico que aparezcan las mascotas al lado de su propietario. Ejemplos de retratos de animales y personas en la obra de Freud incluyen Muchacho y Speck (1980-81), Eli y David (2005-06) y doble retrato (1985-86).

 Su pasión por los caballos le llevó a pintar los ejemplares de la escuela en Darlington, donde, además de montarlos, incluso dormía en los establos. De estos, cabe destacar los retratos de Grey Gelding (2003), La yegua Skewbald (2004), y Yegua comiendo heno (Mare Eating Hay) (2006).[

Su cuadro "a la manera, al estilo de Cezanne" (after Cezanne) es notable por su forma inusual y el alto precio que pagó la Galería Nacional de Australia, de $ 7.4 millones de dólares americanos. Un retrato de pequeño formato de la reina Isabel II causó controversia, al mostrarla tan envejecida (o más) de lo que es. La prensa británica publicó críticas contrapuestas sobre él.

Pintor de producción no demasiado extensa y sumamente cotizado ahora, cuenta con apenas cinco ejemplos en España: cuatro en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, ("Reflejo con dos niños, autorretrato", "Gran interior, Paddington", "Último retrato" y "Retrato del barón H.H. Thyssen-Bornemisza"), existe otro retrato del barón, de mayor formato, que al parecer lo heredó su hija Francesca. En museos de Hispanoamérica, hay que citar dos pinturas en el MUNAL de México y una en MALBA de Argentina.




MATRIMONIOS E HIJOS

En 1948 contrajo matrimonio por primera vez con Kathleen Garman Epstein, con quien tuvo dos hijas. Con frecuencia, Kathleen posó para él como modelo.

Tras el divorcio de su primera esposa, se casó en 1953 con Caroline Blackwood, quien se divorció de él en 1959.

Con su pareja Bernardine Coverley, tuvo dos hijas. Esther Freud, quien es una conocida escritora, casada con el actor David Morrisey, y Bella Freud, diseñadora de modas. Además, tuvo cinco hijos con Suzy Boyt y otros cuatro con Katherine Margaret McAdam.[]



MUERTE

Murió Lucian Freud, genio británico de la pintura figurativa

Agencia EFE | Julio 22 de 2011


Lucian Freud, falleció en Londres a los 88 años. Era hasta entonces el pintor británico vivo más cotizado, y pasará a la historia como uno de los grandes genios de la pintura realista y figurativa.

Sus obras, que tanto pueden ser íntimas y afectuosas como en algunos casos perturbadoras, aunque siempre francas, se caracterizan por la penetración psicológica que hace el artista de sus modelos, a los que disecciona con los trazos de su pincel.

Los cuadros de Freud muestran a sus personajes, en general retratados bajo una luz potente, con todo lujo de detalles y un realismo extremo, revelando un riguroso examen de la relación entre el artista y sus modelos.

"Sus primeros cuadros redefinieron el arte británico y sus últimos trabajos pueden compararse con el de los grandes pintores figurativos de cualquier época", manifestó hoy el director de las galerías británicas Tate, Nicholas Serota.

Con su muerte, el mundo pierde a "uno de los gigantes artísticos más importantes de la posguerra", según le ha definido Francis Outred, experto en arte contemporáneo de la casa de subastas Christie''s.

Fue en Christie''s de Nueva York donde en 2008 se vendió la obra que convirtió a Freud en el pintor vivo más cotizado del mundo.

Su lienzo "Benefits Supervisor Sleeping" (1995), que mostraba a una mujer obesa recostada en un sofá, se subastó por 33,6 millones de dólares.

El óleo, su pintura más importante en salir al mercado, tomaba como modelo a Sue Tilley, una supervisora de subsidios sociales de Londres que posó para el artista en diferentes ocasiones.

Freud decía que su pintura era autobiográfica, que pintaba "a la gente que le interesaba y que le importaba", en las habitaciones en las que vivía y que conocía bien.

Era un admirador de Francis Bacon, de quien pintó un conocido retrato, y entre sus modelos se contaban tanto gente corriente como famosos, incluidas la reina Isabel II, a la que capturó muy poco favorecida, y la modelo Kate Moss, cuyo retrato de cuerpo entero -tampoco especialmente favorecedor- se subastó en 2005 por unos 4 millones de libras (4,5 millones de euros al cambio de hoy)

Para el artista, que también retrató en numerosas ocasiones a su madre y a sus hijas Bella y Esther, era importante desarrollar una relación muy estrecha con sus modelos.

Nieto del psicoanalista Sigmund Freud, Lucian nació en Berlín en 1922 y emigró con su familia al Reino Unido en 1933, cuando tenía 10 años, escapando del incipiente nazismo. Se convirtió en ciudadano británico en 1939.

Desde muy joven mostró talento para el arte, y, tras una breve incursión en la Marina mercante en 1942, en 1944, a los 21 años, ya tuvo su primera exposición en solitario.

Estudió en la londinense Escuela central de arte, en la Escuela de Pintura y Dibujo de East Anglia y posteriormente en el Goldsmith College.

Después de la segunda Guerra Mundial se fue a Francia y a Grecia, para volver al Reino Unido en 1948 para enseñar durante 10 años en la Escuela de Arte Slade.

Estuvo casado dos veces: primero con Kitty Garman, la hija del escultor Jacob Epstein -la modelo de uno de sus cuadros más conocidos, "Mujer con perro blanco"-, y después con Caroline Blackwood.

Aunque reservado, el artista tenía fama de mujeriego, y tiene trece hijos de diferentes mujeres.

Freud formó parte del grupo de artistas figurativos conocido como "la Escuela de Londres", del que él mismo y Francis Bacon era las figuras principales, aunque había otros grandes artistas como Frank Auerbach, Michael Andrews, Leon Kossoff o Robert Colquhoun.

Aunque como pintor se inició en el surrealismo, fue evolucionando hacia una pintura figurativa y realista, siendo algunas de sus obras más destacadas la mencionada "Mujer con perro blanco", "Mujer desnuda dormida" y el autorretrato "Reflejo".

Raras veces aceptaba encargos, y, aunque sus obras se exponen en galerías de todo el mundo, la mayoría están en colecciones privadas.    

Con la desaparición de Freud, el Reino Unido pierde a uno de sus mejores pintores, que, según Serota, tiene el lugar asegurado en el panteón de grandes artistas del siglo XX.

Lucian Freud
Foto de David Montgomery
Fallece Lucian Freud, 

el pintor de los desnudos carnales

El nieto de Sigmund Freud fue, junto a Francis Bacon, uno de los más brillantes representantes de la Escuela de Londres

FRANCISCO CALVO SERRALLER 21 JUL 2011 - 22:57 CET
Nacido en Berlín el año 1922, Lucian Freud, que era nieto de Sigmund Freud, se instaló en Londres en 1932, llevado allí con solo 10 años por su familia, huyendo de la inmediata barbarie nacional socialista, y su presumible plan implacable de exterminio judío. Dada la corta edad con la que desembarcó en Reino Unido, se comprende que su formación artística y posteriormente su brillante desarrollo como pintor se llevase a cabo como si se hubiese tratado de un genuino artista británico. De hecho, adquirió la nueva nacionalidad en la temprana fecha de 1939. Por todo ello, aunque su origen germánico es indudable, se le ha considerado siempre como uno de los más brillantes representantes de la llamada Escuela de Londres, un grupo informal que aglutinó a un conjunto de artistas de primer rango, surgidos todos ellos tras la II Guerra Mundial, entre los que se contaron figuras tan prominentes como Francis Bacon o Frank Auerbach, los cuales se caracterizaron por estar de alguna manera vinculados a una figuración de estirpe expresionista.
No se puede, sin embargo, tampoco negar la impronta artística alemana que configuró la personalidad de Lucian Freud. Hay que tener en cuenta que su padre, que era arquitecto, había sido asimismo un prometedor pintor, en la época de la Secesión de Viena, y que no solo Lucian Freud, sino el resto de los representantes de la Escuela de Londres, coquetearon en su juventud con el surrealismo y con los pintores alemanes de la llamada Nueva Objetividad, como Otto Dix o Georg Grosz. Al margen de estos precedentes artístico-culturales, Lucian Freud estudió en la Central School of Art y en el Goldsmiths' College, antes de iniciar su carrera artística, hacia comienzos de 1940. Su primera exposición colectiva se produjo en 1944, pero la maduración de su estilo y el comienzo de su proyección pública no se produjo hasta una década después, a partir de 1951. Desde entonces, habiéndose librado de esas primeras influencias artísticas continentales, Freud se centró en una peculiar interpretación de la pintura realista, conectada en parte con el precedente británico de Stanley Spencer, pero también dejándose contagiar por el morboso sentido físico, carnal y existencial del primer Francis Bacon, con el que mantuvo siempre una relación dialéctica y artística muy vivaces. La pintura de Lucian Freud debe su original peculiaridad al modo con el que supo abordar la figura humana, fundamentalmente desnuda y haciendo siempre valer su turbadora densidad carnal. En su interpretación del desnudo, Freud unió la peculiar visión forzada con que Edgar Degas espiaba los desnudos femeninos, para obtener un punto de vista insólito, y un sentido matérico que les daba una fuerza táctil, muchas veces de efecto turbador. En realidad, como él mismo declaró, pretendía que la propia pintura tuviese una densidad elástica, como la de la carne: "Quiero que mi pintura funcione como carne. Para mí, la pintura es la persona. Que ejerce sobre mi mismo un idéntico efecto que la carne".
Esta versión del desnudo tan directa y, valga la paradoja, descarnada, así como su independencia de juicio y de costumbres le valieron, en el siempre puritano mundo británico, una fama de alocado libertino, atravesándose con ello muchas veces la frontera del sensacionalismo barato. No hace muchos años, cuando Freud era ya un octogenario, causó malestar la exhibición pública de un autorretrato en el que él se mostraba de pie, pintando sobre un lienzo, mientras una joven desnuda se abrazaba a una de sus piernas. Tomar esta autorepresentación como un delirio exhibicionista, no solo es un error, sino que significa desconocer la historia de la pintura occidental, a la que este genial artista rindió un sagaz culto, plagando con citas inteligentes de grandes maestros del pasado muchos de sus mejores cuadros. En cualquier caso, no cabe la menor duda de que Lucian Freud ha sido no solo uno de los mejores pintores británicos del siglo XX, sino que, todavía más importante, uno de los artistas figurativos más originales y poderosos de la época contemporánea.

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